Memoria histórica y propaganda. Una aproximación teórica al estudio comunicacional de la memoria
Historic memory and propaganda. A theoretical approach to the communicative study of memory
Miguel Vázquez Liñán1 y Salvador Leetoy2
Se presenta una propuesta teórica que vincula los estudios (y las políticas) sobre memoria histórica a los relacionados con las industrias culturales y los sistemas de medios, a través de los cuales fluyen las narrativas asociadas a una memoria políticamente interesada. Para ello, abordamos una reflexión teórica que pone en contacto los conceptos mencionados, haciendo hincapié en las posibles aportaciones de los estudios en propaganda a los debates sobre memoria histórica y a la construcción/manufacturación de imaginarios sociales.
Palabras clave: Memoria, propaganda, imaginarios sociales, poder.
In this article we present a theoretical proposal that links the studies (and policies) regarding historic memory to those related to the cultural industries and media systems through which the narratives associated with a politically interested memory flow, denominated here as propaganda. To this end, we address a theoretical debate that links the aforementioned concepts, placing emphasis on the possible contributions of the propaganda studies to the debates on historic memory and the construction/manufacture of social imaginaries.
Keywords: Memory, propaganda, social imaginaries, power.
“La historia es objeto de una construcción cuyo lugar
no lo configura ese tiempo vacío y homogéneo,
sino el cargado por el tiempo-ahora”
Walter Benjamin
Introducción: memoria, comunicación y poder
Recordamos y olvidamos –en buena medida– colectivamente. La memoria histórica es un proyecto político producido en el presente que se sirve del pasado en pos de ciertos objetivos presentes y futuros, habitualmente relacionados con la construcción identitaria y la modificación –o conservación– de un particular imaginario social, siendo siempre selectiva y materializándose a través de un discurso específico. Toda elección en este ámbito implica la jerarquización de la realidad y “censura” de lo no seleccionado. Por tanto, el criterio de la criba, al ser político, lleva a la promoción de unas representaciones colectivas y al detrimento de otras.
La memoria histórica, como defiende Todorov (2000), puede ser “ejemplar” y convertirse en un proyecto ético/político que nos permite actuar en el presente para conformar un determinado futuro. La memoria es, además, siguiendo a Mate (2008), una actividad hermenéutica que hace visible lo que fue invisibilizado, reivindicando la mirada de las víctimas como un acto de justicia, ya que sin memoria de la injusticia no hay justicia posible. Entendemos aquí la memoria histórica como proyecto de futuro, a cimentar desde el presente a través de la transformación de los imaginarios sociales. Esta transformación se da mediante la actuación sobre el discurso de la memoria y los medios por los que fluye; de esta forma, cualquier política sobre memoria histórica debe contemplar, no solo las campañas de comunicación asociadas, sino el estudio de la industria cultural y las modificaciones necesarias en
la misma para que dichas políticas no queden en papel mojado.
Los imaginarios sociales están formados por una serie de normas tácitas aceptadas en mayor o menor medida por una comunidad, que dan sentido a las prácticas sociales y símbolos, a la vez que ofrecen significados específicos en contextos espacio-temporales particulares. Aportan, en suma, una idea de “normalidad social” que privilegia o margina representaciones e identidades y que suele establecer una continuidad con el pasado: incluyen una memoria normalizada, ritualizada, que nutre de sentido al presente e intenta configurar el futuro. Por tanto, el “enmarcado de la memoria” es central en la formación de los imaginarios y su transmisión se lleva a cabo en buena medida, aparte de la interacción cultural cotidiana, a través de representaciones emanadas de los sistemas de medios de comunicación, en tanto difusores de ideologías.
En el presente artículo tiene particular relevancia estudiar la memoria como proceso de comunicación interesada; es decir, prestaremos especial atención a lo que en el proceso de construcción de la memoria hay de propaganda. No es posible, consideramos, estudiar la memoria sin tener en cuenta las formas en que se exponen los razonamientos asociados a ella: la memoria es, en buena medida, el discurso de la memoria. El análisis de la memoria debe ser también el del espacio comunicativo en el que esta se produce, reproduce y transforma. Estudiar la memoria implica el análisis de las políticas de comunicación asociadas y de la ecología de medios en la que se despliegan sus disertaciones. En este espacio mediático, conflictivo, se forjan las relaciones de poder, se entrelazan los discursos de la memoria, cuya hegemonía depende en gran medida de políticas de propaganda establecidas por quienes tienen acceso a más y más influyentes discursos (Bagdikian, 2004; Van Dijk, 1999). Por tanto, la propaganda de la memoria hegemónica ayuda al levantamiento de un imaginario asociado, habitualmente ideado para servir a las políticas del presente, pero que produce también recepciones negociadas que pueden dar lugar a memorias resistentes, memorias en “contra”, así como a la creativa construcción de memorias alternativas, alejadas en su gestación, método y objetivos de la memoria oficial.3 Así, afirmamos que el estudio de la memoria colectiva en general, y de la memoria histórica en particular, no puede ser separado del abordaje de los sistemas de medios de comunicación y las relaciones de poder que estos reflejan. La prédica de la memoria llega al ciudadano siempre mediado, por lo que prestar atención a dicha mediación resulta esencial para comprender por qué recordamos y olvidamos –colectivamente– lo que recordamos y olvidamos.
De nuestra relación con el pasado deriva la identidad personal, nuestros imaginarios y, consecuentemente, parte de lo que somos y hacemos: como bien indica Schudson (1992) la memoria colectiva surge de los modos en que los recuerdos grupales, institucionales y culturales del pasado, dan forma a las acciones de la gente en el presente. Pensamos como pensamos sobre nuestro pasado porque lo que sabemos sobre él se nos ha comunicado de una determinada manera. Las concepciones populares de la historia están influidas por narrativas específicas mercantilizadas de la misma manera que adoptan formatos concretos (libros,4 cine, videojuegos, etc.). El medio no es el mensaje, pero sí parte de él. Dicho de otro modo: tendremos una idea diferente de la Segunda Guerra Mundial si la hemos abordado a través de investigaciones académicas especializadas o mediante el cine bélico de Hollywood.
No existe en el “pasado material” nada como una “sustancia fundadora”, una arcadia a la cual regresar que custodie los elementos básicos de una identidad originaria. Pero sí es habitual la elaboración de una matriz para el recuerdo de “nuestro” pasado que la contenga, una memoria lineal, fuerte, que expurgue, interprete y borre los contornos y contradicciones de los contextos históricos. Sí es posible –de hecho muy habitual– confeccionar una memoria propagandística que sirva a las políticas del presente. Ha sido, y es, recurrente que las élites con acceso al discurso hegemónico intenten construir una narrativa histórica que atienda al empeño de los diferentes actores por formar identidades destinadas al consumo masivo; un discurso que, pretendidamente, busca el “sentido de la historia”, como dice Castoriadis (1999):
Todos los argumentos sobre “el sentido de la historia” son irrisorios. La historia es aquello en lo cual y por lo cual emerge el sentido, aquello donde se confiere sentido a las cosas, a los actos, etc. La historia no puede tener ella misma sentido (o, por lo demás, “no tenerlo”), así como un campo gravitacional no puede tener (o no tener) peso o un espacio económico tener (o no tener) un precio (p. 180).
Por tanto, el discurso histórico es producto y producción a la vez de un contexto particular. En la tradición de Nietzsche, podemos decir que no hay hechos, sino interpretaciones. Esto es: la construcción de un acontecimiento, la manera de comunicarlo, está determinado por el weltanschauung5 que lo define, y el cual, en tanto razonamiento, sigue una lógica inestable que solo es fijada temporalmente a través de la hegemonía imperante en una época particular. Así pues, la producción del discurso histórico, al igual que cualquier discurso, es “controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad” (Foucault, 1992, p. 11). Cómo y por qué se cimentan tales discursos, de qué forma se difunden y qué efectos sociales producen son preguntas que el investigador de la memoria debe escudriñar.
El éxito, en términos de hegemonía de dicho discurso, se mide en relación con los objetivos políticos perseguidos. En la sociedad contemporánea, tal éxito o fracaso se convierte en una cuestión fundamentalmente de política mediática, de relaciones de poder y sistemas de medios tanto en el nivel local, nacional y transnacional. La batalla por la hegemonía incluye –además del spin para promocionar políticas precisas de la memoria– negociación y resistencia en su recepción, de la que frecuentemente surgen diferentes miradas al pasado y a las formas de recordar. La propaganda puede ser un proceso para enmarcar los recuerdos, poner los límites de lo que ha de ser recordado, fungir como el guardafronteras de la memoria, pero también, el lugar de resistencia, imaginación y rebelión. Deconstruir y forzar la negociación de dicho discurso es una obligación ética. Otras memorias son, desde luego, posibles, tal como los discursos ocultos (hidden transcripts) de las que nos habla Scott (1990), y que surgen para cuestionar y ridiculizar la manera en que la “historia oficial” privilegia a unos y subordina a otros.
Memoria, propaganda e imaginarios “de clase”
El estudio de los imaginarios sociales6 es un campo necesariamente interdisciplinar que incumbe también a los estudios de comunicación. Así, nuestra propuesta vincula las investigaciones sobre memoria histórica con la formación de los imaginarios sociales a través de la necesaria mediación de las industrias culturales. Específicamente, partimos de las teorías de la comunicación y los estudios de propaganda,7 entendidos aquí como el ámbito de las diferentes teorías y prácticas orientadas a la construcción, mantenimiento –y en su caso, la destrucción– de los imaginarios sociales mediante prácticas comunicativas políticamente interesadas.
Forjar, mantener o destruir imaginarios implica comunicar, por lo que el acercamiento al problema desde las teorías de la comunicación y el análisis del discurso resulta de gran utilidad para los estudios de la memoria, así como la observación comparada de los sistemas de medios de comunicación.8 Nuestra propuesta participa, además, de otro debate “clásico”: el uso político/propagandístico de la historia que a menudo se explicita en las políticas oficiales de la memoria –que lo son, con frecuencia, de “comunicación de la historia hegemónica”– llevadas a cabo por los diversos gobiernos movidos por el afán de utilizar el pasado para justificar sus políticas del presente. Un caso extremo, nos recuerda Connerton (2006), es cuando aparatos de Estado en regímenes totalitarios son usados de manera sistemática para privar a los ciudadanos de sus memorias, pues su esclavización mental comienza cuando sus memorias son arrasadas.
Afirma Maffesoli (2009) que “cada época debe saber elaborar el atlas de su imaginario para establecer sus referencias e identificar el ‘rey secreto’ que, más allá de los poderes aparentes, la rige en profundidad” (p. 11). Efectivamente, lo simbólico, los mitos y lo imaginado forman parte central de lo que somos como individuos y como sociedad. Más allá de la materialidad de lo real, el estudio del mundo en que vivimos necesita –incluso entendiendo la inmensa dificultad– pensar en lo imaginado, ya que siguiendo con la apreciación de Maffesoli (2009), “a partir del momento en que una cosa es verdadera para alguien, para un grupo, incluso para una sociedad, esta cosa existe y merece toda nuestra atención” (pp. 12-13). No habría que olvidar que el surgimiento de nuevas identidades parte precisamente de la lucha de poder presente en discursos que determinan lo que hay que recordar y lo que se debe olvidar en términos de construcción de memorias colectivas (Zerubavel, 1997).
Castoriadis (1999) subraya también que una explicación solo materialista de la realidad tendría dificultades para explicar lo radicalmente nuevo, aquellos frutos de la imaginación humana que son, literalmente, “creaciones”, diferentes a todo lo anterior. Esa fuerza de creación es lo que el propio Castoriadis denomina el “imaginario social instituyente”. Siguiendo esta línea de argumentación, los imaginarios instituyentes, una vez creados, cristalizan y toman formas burocráticas, cuya función pasa a garantizar la continuidad de lo creado a través de la reproducción institucional y la repetición de las mismas formas que pretenden regular la cotidianidad. Del imaginario instituyente se pasa al “imaginario social instituido”; esta metamorfosis se produce en el marco de lo que solemos denominar socialización: que censura la “imaginación radical”, ex nihilo, y nos conduce a pensar cómo la institución y el medio social imponen. Por tanto, si las sociedades son estructuras contradictorias y complejas, donde se logran acuerdos temporales por la acción de actores concretos en una posición de poder (Castells, 2010), es función de la memoria oficial contribuir a una narrativa hegemónica que intenta imponer un orden social determinado, decimos lo “intenta”, puesto que aunque es dominante, siempre hay espacio a la resistencia derivado de sus contradicciones en tanto fenómeno de violencia epistémica.
El paso de lo instituyente a lo instituido es difícilmente imaginable sin la participación de lo que aquí denominamos “propaganda”. Para instituir hay que comunicar. Los rituales políticos, incluyendo aquellos destinados a cristalizar un delimitado recuerdo del pasado, han tenido esa función propagandística e “institucionalizante” a lo largo de la historia. La construcción simbólica de la autoridad, a través del fasto dotado de evidente función política, así como los rituales, el arte y los diferentes medios de comunicación de masas son parte del proceso constituyente del imaginario social.
El discurso propagandístico destinado al mantenimiento o la reproducción de un imaginario determinado puede tomar formas diversas de promoción de las prácticas necesarias para que la “comunidad imaginada” (Anderson, 1993) pueda mantenerse. Así, propagar el consumo es esencial para el mantenimiento de la sociedad capitalista; el culto a la personalidad para las dictaduras políticas; la existencia de la divinidad –o las divinidades– para la continuidad de las Iglesias, etc. Una construcción propagandística de estas características implica también la promoción de una cotidianidad precisa; una serie de comportamientos, actitudes y relaciones personales que deben ser vistas –objetivo
propagandístico prioritario– como “naturales” o “normales”. Al respecto, y como apunta Misztal (2005), si bien es el individuo quien recuerda, el acto de recordar está inmerso en un contexto social que es fijado y aprendido de manera relacional.
Lo natural puede ser asumido como incuestionable, como punto de partida desde el cual edificar la realidad social. Lo que damos por hecho está fuera de discusión y en buena medida fuera del lenguaje: no se dice porque no se piensa. De ahí que resulte esencial para comprender profundamente un texto, hurgar en él hasta que emerja lo que sí está, pero no se dice. Es decir, como establece Macherey (2006), hay que leer entre las grietas de la fachada, el espacio donde el texto no tiene control de sí mismo y el juego de las ideologías es desmantelado.
Las preguntas de Castoriadis (1975, 1999) se asemejan a los cuestionamientos de Bourdieu (2008), quien a través del concepto de habitus describiría cómo los seres humanos interiorizamos las estructuras y relaciones sociales, forjando una matriz inconsciente que marcará nuestros esquemas de percepción de la realidad, de pensamiento y de acción. Nuestra existencia, la vida que vivimos, produce habitus –que a su vez genera prácticas sociales– y en buena medida, hacemos lo que hacemos, pensamos lo que pensamos y tomamos las decisiones que tomamos basándonos en ese “principio no elegido de todas las ‘opciones’” (Bourdieu, 2008, p. 99). El habitus es, además, conservador, se resiste al cambio, produce sentido común y también, si bien es un sistema de “estructuras estructuradas”, funciona como estructurante, –generando prácticas y representaciones–.
El habitus es histórico, producto de vivencias, relaciones sociales y condiciones materiales concretas; introduce en nosotros la historia: actuamos el pasado dando lugar a determinadas prácticas que solo se entienden si analizamos el componente histórico. Procedemos de la manera en que lo hacemos por el filtro interpretativo que este nos proporciona y que a sus vez es producto de nuestro pasado y del pasado de quienes interactuaron con nosotros –y ese “quienes” incluye a la familia, la clase, pero también a sistemas educativos, Iglesias, instituciones–. Así, el habitus produce representaciones que en ocasiones nos plantean dificultades para ver “lo real” y debilitan nuestra imaginación. Esta debilidad es susceptible de ser usada propagandísticamente, como instrumento de dominación (Chartier, 1995).
Por tanto, las representaciones deben ser objeto prioritario de los estudios en propaganda, no solo como “encubridoras de la realidad”, sino también como parte del estudio de los imaginarios, los cuales son, como mantiene Taylor (2006) “la forma en que las personas corrientes imaginan su entorno social, algo que la mayoría de las veces no se expresa en términos teóricos, sino que se manifiesta a través de imágenes, historias y leyendas” (p. 37).9
Efectivamente, y como ya hemos apuntado, los elementos que subyacen bajo lo que denominamos “imaginario social” son asumidos de forma inconsciente, por lo que su estudio está sujeto a dificultades añadidas. De hecho, toda investigación propagandística es necesariamente histórica, en tanto que los imaginarios son en sí históricos –acumulan habitus– y también si reconocemos nuestras limitaciones a la hora de estudiar nuestro propio imaginario, aquí y ahora, lo cual le atribuye un doble sentido. La diferencia temporal es un problema en el momento de encontrar fuentes, pero nos ayuda a mirar desde la distancia y entender con mayor claridad lo que para otros fue natural e indiscutible; aquello que formaba parte de normas sociales profundas y que para nosotros ya no necesariamente es así. No obstante, existen también pistas importantes para rastrear los imaginarios presentes. Autores como Steger (2009) subrayan el papel de las ideologías como puente entre el inconsciente imaginario y las prácticas sociales en un contexto delimitado. Para este autor, las ideologías traducen los imaginarios sociales, inconscientes en gran parte, a una doctrina política concreta: “Esto significa que las grandes ideologías de la modernidad dieron expresión política concreta a los imaginarios nacionales implícitos” (p. 9).
De esta forma, el estudio de las ideologías –y su propaganda– nos llevarían también al mejor conocimiento de los imaginarios subyacentes, tal y como los entiende el propio Steger (2009), es decir:
Macro-mapas del espacio sociopolítico, a través de los cuales percibimos, juzgamos y actuamos en el mundo; los imaginarios sociales son formas profundamente arraigadas de comprensión que nos dotan de los parámetros más generales, con los que las personas imaginan su existencia en común (p. 13).
La ideología, como puente necesario entre el imaginario y la práctica política, propicia –y al mismo tiempo contiene– disertaciones y políticas concretas de la memoria. El discurso de la memoria es así, una reflexión ideológica generada, principalmente, por las élites –políticas, financieras, académicas– con acceso privilegiado a los sistemas de comunicación.
Que el acceso a discursos relevantes –en el sentido de influyentes masivos en la construcción de imaginarios– sea jerárquico, nos obliga a prestar atención a dos asuntos fundamentales: por una parte, a los imaginarios de esas élites que acceden privilegiadamente a los razonamientos importantes y, por otra, a las estructuras concretas de los sistemas
de medios por los que fluyen los discursos asociados a dichos imaginarios; de ahí que pongamos el acento en nuestra propuesta, en las apor-taciones de la economía política de la comunicación.
Creemos útil, para fines analíticos, el concepto de “imaginario de clase” que las élites productoras de políticas de la memoria reflejan en sus textos –inherentemente ideológicos, como hemos visto– porque elude el interclasismo del concepto de “mentalidad colectiva” y nos aleja de los peligros de la agradable invocación al consenso de la expresión “cultura popular” (Thompson, 1995). Como apunta Ginzburg (1976/ 2009): “el clasismo genérico no deja de ser en todo caso un gran paso adelante respecto al interclasismo” (p. 29). Este riesgo hace que tenga sentido pensar en un análisis ideológico de los textos que nos permita entrever el imaginario de quienes tienen acceso al discurso histórico canónico, oficial; es decir, a quienes mantienen un poder hegemónico en esta materia: gobernantes, historiadores y académicos en ciencias sociales –así como las instituciones, públicas y privadas, que financian la investigación–, think-tanks, etcétera.
Para ello, no está de más volver a visitar, de la mano de Thompson (2012), el concepto de “clase”.10 La clase es un concepto histórico en permanente formación. ¿De qué clase estamos hablando aquí y ahora? Se trata de una relación de poder, no de una categoría o estructura. Definir las élites implica comprender sus relaciones y sus prácticas, observar a las personas en un determinado periodo de cambio social e intentar captar los patrones de relación entre ellas, sus ideas y sus instituciones. La clase implica una identidad de intereses entre sus miembros y, quizá, contra otra clase que comienza a existir precisamente por sentirse definida y acosada por el “otro”.
Ginzburg (1976/2009), aunque con cautela, apuesta por la denominación “cultura popular”, y lo hace para no caer en la “noción interclasista de ‘mentalidad colectiva’” (p. 9) que nos puede llevar a generalizaciones indebidas. Para el historiador italiano, la denominada historia de las mentalidades sufre en gran medida de este problema; al intentar describir la mentalidad de una época específica, introduce en el mismo saco la visión del mundo de las élites dominantes y de las clases subalternas: de César y de sus soldados. Sin embargo, el propio Ginzburg (1976/2009) admite –creemos que con buen criterio– que a pesar de las limitaciones del concepto, la historia de las mentalidades ayuda a “desentrañar los múltiples hilos con que un individuo está vinculado a un ambiente y a una sociedad históricamente determinados” (p. 29). No es poco desde luego y –si extrapolamos el estudio de las mentalidades al de los imaginarios sociales– nos parece que la tarea del estudio del imaginario común a César y sus soldados es una empresa que merece la pena. La crítica de Ginzburg (1976/2009) es relevante y nos devuelve a una discusión recurrente que plantea el propio autor:
¿Qué relación existe entre la cultura de las clases subalternas y la de las clases dominantes? ¿Hasta qué punto es en realidad la primera subalterna a la segunda? O, por el contrario, ¿en qué medida expresa contenidos cuando menos parcialmente alternativos? ¿Podemos hablar de circularidad entre ambos niveles de cultura? (p. 5).
El estudio de los imaginarios de clase nos lleva a preocuparnos por personas concretas y sus relaciones con otras, por políticas específicas y los discursos que las acompañaron; por las experiencias comunes, vividas o imaginadas –heredadas, por ejemplo, de los antepasados– y por las relaciones de producción a las que estas personas concretas conformaban. Como relación, el estudio de los imaginarios de clase no puede ignorar al resto de imaginarios de clase. En sus intersecciones encontraremos información interesante para entender, aunque sea con trazo grueso, los rasgos comunes de un momento histórico en un lugar preciso; ni más, ni menos, como dice Thompson (2002):
Podemos ver una cierta lógica en las respuestas de grupos laborales similares que tienen experiencias similares, pero no podemos formular ninguna ley. La conciencia de clase surge del mismo modo en distintos momentos y lugares, pero nunca surge exactamente de la misma forma (p. 14).
Enmarcando la memoria: relaciones de poder, sistemas de medios y discurso histórico
El uso político de la historia con el objeto –propagandístico– de justificar políticas del presente es una práctica antigua que los historiadores (Hobsbawm & Ranger, 2002; Levi, 2001; Thomson, 1999) tienen bien documentada. La memoria, enmarcada a conveniencia, deviene en una narrativa compuesta de “acontecimientos históricos”, cuya existencia como tal es dada precisamente por:
Su inclusión y pertenencia a alguna narración-crónica, leyenda, cartulario, prensa escrita, narración oral, etc. En la narración es donde los acontecimientos se seleccionan y, por tanto, se incluyen, se excluyen, se silencian y donde adquieren su significación (Lozano, 1987, p. 173).11
El empleo político de la historia está en la base también del concepto de “tradición inventada” que usa Hobsbawm (2002), y que implica la construcción de un discurso histórico ad hoc que sirva a los intereses del presente y que reproduce las relaciones de poder existentes en el momento y lugar de su producción:
La “tradición inventada” implica un grupo de prácticas, normalmente gobernadas por reglas aceptadas abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado. De hecho, cuando es posible, normalmente intentan conectarse con un pasado histórico que les sea adecuado (p. 8).
Este empleo propagandístico de la historia busca conectar con un pasado histórico adecuado para la legitimación de naciones, gobiernos, gobernantes o decisiones políticas del presente, entre otros, y toma habitualmente formas rituales que fijan a través de la repetición, la conexión del presente con un pasado no necesariamente inexistente, pero siempre artificialmente recreado de forma que a menudo resulta difícil separar la realidad de la ficción. Ritualizar, conmemorar (dramatizar), conservar intacto en museos y construir una narrativa hegemónica de la historia que logre un amplio consenso –interclasista, interreligioso, interétnico, pero contradictoriamente, privilegiando una clase, una religión y una etnia y/o nacionalidad– suele ser prioritario para regímenes conservadores y autoritarios de diferente signo político. En palabras de García Canclini (1989), “la teatralización del patrimonio es el esfuerzo por simular que hay un origen, una sustancia fundante, en relación con la cual deberíamos actuar hoy. Esta es la base de las políticas culturales autoritarias” (p. 152).
El debate de la memoria histórica y el de las políticas identitarias gana actualidad en un mundo que parece ver con recelo los grandes metarrelatos que ponían el acento en un futuro mejor, vinculados a la idea de progreso. El discurso progresista de la modernidad que imagina una historia lineal y “siempre hacia adelante” –unido a las ideologías y los proyectos políticos coyunturales– ha influido en la selección que subraya determinados pasajes, trayectorias, formas de vida, imaginarios y personajes del pasado para condenar al olvido a otros. Como afirma Huyssen (2003), el “precio del Progreso fue la destrucción de formas pasadas de vida y de estar en el mundo. No hubo liberación sin activa destrucción. Y la destrucción del pasado trajo el olvido” (p. 2).
Lo anterior bien retrata aquella “querella de los historiadores” (Historikerstreit) de la década de los ochenta en la República Federal Alemana, donde se originó un fuerte debate por relativizar los crímenes de guerra nazis en prácticas revisionistas con un corte de punto final. Habermas (1988) planteaba que tal revisionismo acotaba el horror del Holocausto, y que era prioritaria la presencia de una memoria crítica que mantuviera vivo el recuerdo del sufrimiento humano provocado por esta barbarie. La controversia recaía en la utilización pública de la historia como forma de construcción de identidades colectivas frente
al pasado, no derivada propiamente de los historiadores, sino discutida en diversos canales de comunicación en donde distintos actores inciden en la apropiación de la memoria colectiva.
El uso público de la historia, como comenta Gallerano (1994) en reacción a la “querella de los historiadores”, es aquel que no propiamente se refiere a la labor científica de los mismos –si bien estos no están tampoco ideológicamente exentos de su influencia– sino a la historia divulgada en medios masivos de comunicación, el arte y la literatura, así como a diversas instituciones que caben dentro del espectro de los aparatos ideológicos, tal como las escuelas, los museos, asociaciones religiosas, etc. Este empleo público entra en conflicto con otras interpretaciones históricas al darle un sentido político a la memoria para privilegiar ciertas narrativas, el cual no es en principio negativo o positivo, sino que –por ejemplo, y en línea con Gallerano (1994)–, o bien puede traer a la luz memorias reprimidas por el poder para ser discutidas por todos los ciudadanos, no solo por los historiadores, o bien puede servir para manipular, en estricto sentido propagandístico, con tradiciones inventadas para justificar dinámicas de dominación.
Bajo ese enfoque, la reacción a estos metarrelatos ha ido acompañada por una vuelta al pasado en busca de sentido para el presente, conformando la base del llamado “boom de la memoria”, que ha multiplicado los estudios sobre memoria histórica en los últimos años. Por poner un ejemplo que creemos significativo, el interés por la memoria histórica como parte esencial de la política identitaria de la Unión Europea se hizo ya evidente en el documento, publicado en septiembre de 2013 y titulado European Historical Memory: Policies, Challenges and Perspectives (Prutsch, 2013), encargado previamente por la Comisión de Cultura y Educación del Parlamento Europeo. El autor del documento aboga por intensificar la financiación de los proyectos de investigación orientados a la formación de la memoria europea; debate de largo recorrido histórico y ligado a la propia razón de ser de la Unión Europea como institución.12
Como apuntábamos al inicio, siguiendo la tradición de Hallbwachs (1925), nuestros recuerdos son construidos colectivamente. Quienes estudian las prácticas de la memoria –o las memorias– han subrayado con frecuencia la permanente circulación entre la memoria personal y la “cultural” que complica –incluso para quienes vivieron un determinado momento histórico– la separación entre lo vivido y lo añadido a posteriori. Las industrias culturales juegan un papel crucial en este proceso, tal como lo indica Sturken (2008):
La fotografía personal, por ejemplo, que acaba en la arena pública, o la película de Hollywood que “se convierte” en parte del recuerdo individual de un acontecimiento. Así, las fotografías personales que se dejan en el Memorial de Veteranos de Vietnam, acaban en un archivo gubernamental o en libros ilustrados y, al mismo tiempo, la integración de narrativas cinematográficas en los recuerdos individuales hace difícil, para los sobrevivientes de acontecimientos históricos, separar sus propios recuerdos de las imágenes cinematográficas de dichos acontecimientos (pp. 74-75).
Este papel de las industrias culturales en la conformación de la memoria –“individual” y colectiva– ha sido ya señalado y se encuentra implícito en los estudios de la primera Escuela de Frankfurt, así como en estudios más recientes (Meyers, Neiger, Zandberg, Hoskins & Sutton, 2011). Así, nos preguntamos, con Morris-Suzuki (2005), “¿cómo afectan los medios al modo en que entendemos nuestra conexión personal con los hechos del pasado?” (p. 25). De la relación con el pasado deriva nuestra identidad personal y por lo tanto la propia manera de actuar.
El estudio de este abuso de la historia nos ayuda a entender por qué algunas representaciones de la memoria han sido formuladas, ritualizadas de una determinada manera y no de otra. De hecho, el ritual es a menudo la base de estas tradiciones. Recordamos a través del ritual espectacular; encorsetamos el proceso histórico convirtiéndolo en estático y, por lo tanto, en ahistórico –la historia es un proceso dinámico–, es decir, lo falseamos para aprehenderlo interesadamente. De facto, la ritualización y mitificación del pasado tienen entre sus objetivos la construcción de un cierto orden en el caos de lo cotidiano, fijando determinados aspectos de la vida en común, forzando la repetición periódica de un pasado recreado, ficticio, para en definitiva, componer un imaginario social específico. Esta característica hace que las tradiciones inventadas se den con mayor asiduidad en momentos de rápidas transformaciones sociales, de transiciones políticas, por ejemplo, para cubrir ciertos vacíos producidos por el desgaste de las viejas tradiciones. Por otra parte, aunque estas tradiciones inventadas pueden no tener mucho impacto en la vida privada de los ciudadanos, no podemos decir lo mismo de la vida pública, en la que cumplen –o pretenden cumplir– un importante papel de cohesión social, como apunta Hobsbawm (2002):
De hecho, la mayoría de las ocasiones en que la gente se hace consciente de la ciudadanía como tal permanecen asociadas a símbolos y prácticas semirrituales (por ejemplo, las elecciones), en su mayor parte históricamente nuevos e inventados: banderas, imágenes, ceremonias y música (p. 18).
El clásico estudio de Anderson (1993) es muy ilustrativo en este sentido; para el autor la nación es una “comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana” (p. 23). Y es imaginada, entre otras cosas, porque sus miembros nunca se conocerán en su totalidad ni tendrán contacto entre ellos; sin embargo, se ven a sí mismos como miembros de una comunidad, con sus propias fronteras soberanas y basadas en relaciones horizontales de camaradería. Desde este punto de vista, “las comunidades no deben distinguirse por su falsedad o legitimidad, sino por el estilo con el que son imaginadas” (Anderson, 1993, p. 24), y el pasado común es parte esencial de esta construcción imaginaria de la comunidad.
En lo expuesto hasta ahora queda claro que, al menos en nuestra visión del problema, el análisis de las políticas de la memoria y su relación con la propaganda está íntimamente ligado al poder, entendido como:
La capacidad relacional que permite a un actor social influir de forma asimétrica en las decisiones de otros actores sociales de modo que se favorezcan la voluntad, los intereses y los valores del actor que tiene el poder (Castells, 2010, p. 33).
Como afirma el propio Castells, el poder puede ejercerse a través de la coacción y de la construcción de significado; esto es, añadimos aquí, mediante un discurso destinado a marcar agendas y jerarquizar –autoritariamente– los imaginarios. Las prácticas autoritarias ocasionan lo que Van Dijk (1999) denomina el “control del contexto”, considerado como “la estructura (mentalmente representada) de aquellas propiedades de la situación social que son relevantes para la producción y la comprensión del discurso” (p. 27).
Estas disertaciones fluyen, lo hemos indicado, a través de sistemas de medios locales, nacionales y globales; de ahí que insistamos en la importancia del estudio de las industrias culturales para comprender por qué determinadas políticas de la memoria tienen éxito y otras son desechadas. Si hablamos del sistema de información internacional, el sistema de “comunicación-mundo” (Mattelart, 1997), los grandes medios de comunicación siguen manteniendo la función que señalaban, a finales de los años ochenta del siglo pasado, Chomsky y Herman (2000):
Los medios de comunicación de masas actúan como sistema de trasmisión de mensajes y símbolos para el ciudadano medio. Su función es la de divertir, entretener e informar, así como inculcar a los individuos los valores, creencias y códigos de comportamiento que les harán integrarse en las estructuras institucionales de la sociedad. En un mundo en el que la riqueza está concentrada y en el que existen grandes conflictos de intereses de clase, el cumplimiento de tal papel requiere una propaganda sistemática (p. 21).
La idea central de un sistema de medios de este tipo es –en la línea del análisis crítico del discurso que propone Van Dijk (1999)– tener el mayor acceso posible al discurso y a su control: “Aquellos que gozan de mayor control sobre más y más influyentes discursos (y sobre más propiedades discursivas) son también, según esta definición, más poderosos” (p. 27). La desigualdad de acceso, de participación en la construcción de los discursos y su propagación está en la base del autoritarismo, efecto habitual de la desigualdad en la capacidad de comunicar. Así, el acceso privilegiado a los medios de ciertos discursos de la memoria configura una memoria jerárquica que deja fuera del debate a otras miradas posibles al pasado.
Solo una democratización del acceso al discurso de los medios de comunicación permitirá aumentar el espectro de “memorias posibles”. En una sociedad organizada en torno a redes globales de comunicación, la desigualdad de acceso al discurso es evidente y trae consecuencias graves para quienes han quedado fuera de dichas redes. En el ámbito que nos ocupa es muy probable que, por ejemplo, ninguna asociación memorialista consiga el mismo impacto social que la industria de Hollywood a la hora de enmarcar el recuerdo del Holocausto. Así, las industrias culturales fabrican una “memoria pop” –que no popular, en cuanto a diseñada “desde arriba”– de consumo masivo, que acaba permeando otros discursos como el de la educación reglada. Como indica Castells (2010): “la globalización se comprende mejor como la interacción de estas redes globales socialmente decisivas” (p. 52). Efectivamente, “global” aquí no significa que todos tengan acceso a dichas redes; por el contrario, la mayor parte de la población mundial se ve privada de tal acceso y, por lo tanto, menguada en sus opciones de participar en la constitución de memorias alternativas. No obstante,
los procesos, las relaciones y las decisiones que se toman en esas redes de acceso reducido, sí que tienen efectos generalizados. Así, los excluidos de las redes lo son también de la posibilidad de participar en la formación de imaginarios globales; sin embargo, sí suelen ser receptores de dichos imaginarios que les llegan frecuentemente convertidos en espectáculo a través de medios de comunicación de alcance internacional. Sin una democratización del acceso a los medios de comunicación, las personas difícilmente podrán ser dueñas de sus recuerdos.
Conclusiones
En el presente trabajo hemos tratado de llamar la atención sobre la necesidad de vincular los estudios de memoria histórica a la investigación en comunicación y, específicamente, a la economía política en tanto estudio de las relaciones que vinculan poder, discurso e industria cultural. En unas audiencias cada vez más influenciadas por los contenidos que fluyen a través de los grandes medios de comunicación, no se puede legislar sobre memoria histórica sin tener en cuenta el sistema de medios por el que circularán –o no– los mensajes que resulten de dicha legislación.
Al mismo tiempo, introducir en la ecuación los conceptos de “imaginario social” e “ideología”, tal y como han sido expuestos en el texto, nos permite avanzar líneas de investigación que devienen de preguntas del tipo: ¿cómo influye la industria de medios en la memoria colecti-va?, ¿qué industria necesitamos para conseguir la memoria que queremos?, ¿qué políticas de comunicación (regulación de la industria, contenidos, etc.) son deseables para acompañar a las políticas de memoria histórica? Evidentemente, estos cuestionamientos nos llevan a planteamientos clásicos de los estudios en comunicación, como el rol que los medios públicos deben tener en la construcción de una esfera pública en la que participen voces diversas y qué nivel de intervención es deseable en el “mercado mediático” para que las políticas de la memoria no se conviertan en papel mojado.
Este artículo es, así mismo, una llamada a la academia a participar activamente en el debate de la memoria histórica; discusión que debe abrirse a la sociedad para evitar que el debate quede en la imposición de un “imaginario de clase” por parte de quienes tradicionalmente han tenido mayor acceso a los discursos más influyentes. Una mayor participación que dé cabida a otras miradas, hará de las políticas de la memoria resultantes, un proyecto más democrático.
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Fecha de recepción: 14/09/2014. Aceptación: 25/06/2015.
1 Universidad de Sevilla, España.
Correo electrónico: mvazquez@us.es
Américo Vespucio s/n, C.P. 41092; Sevilla, España.
2 Tecnológico de Monterrey, campus Guadalajara, México.
Correo electrónico: sleetoy@itesm.mx
Av. General Ramón Corona # 2514, C.P. 45201; Zapopan, Jalisco, México.
3 En España, por ejemplo, se han librado durante las últimas décadas y, en especial desde los primeros años de este siglo, “batallas” en torno a cómo y qué recordar del pasado reciente, especialmente en lo que se refiere a la dictadura franquista –y a la represión que esta llevase a cabo– y al periodo de transición a la democracia tras la muerte del dictador (véase Espinosa, 2015).
4 Vázquez Liñán (2010) ha analizado, en otro trabajo, el empleo propa-gandístico de los libros de texto y el cine, en la Federación Rusa, con el objetivo de promocionar un discurso histórico que sirviese a los objetivos políticos del presente.
5 Weltanschauung es un vocablo alemán cercano al concepto de cosmovisión: significa una concepción integral del mundo desde un punto de vista específico, especialmente establecido por la perspectiva histórica.
6 Véanse, entre otros: Anderson (1993), Castoriadis (1975), Steger (2009), Taylor (2006), Thompson (1995), así como el trabajo desarrollado por el Centre d’Étude sur l’Actuel et le Quotidien, especialmente de su fundador, Maffesoli (2009). Es también de gran interés, para nuestro análisis de los imaginarios –y del cambio social–, la aportación de Boaventura de Sousa Santos y el grupo de investigación Núcleo de Estudos sobre Democracia, Cidadania e Direito (decide), del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra.
7 Respecto de los estudios de propaganda, más allá de los “padres fundadores” de la disciplina (principalmente sociólogos, politólogos y psicólogos) como Edward Bernays, Jacques Ellul, Harold Lasswell o Walter Lippmann, nos interesan también las diversas contribuciones hechas desde otras disciplinas incluyendo la filosofía (Black, 2001; Cunningham, 2002), la comunicación (Castells, 2010; Jowett & O’Donnell, 1986; Pineda, 2006), la historia (Pizarroso, 1993; Taylor, 2006; Thomson, 1999), así como las diferentes perspectivas que estudian la relación entre propaganda y conflicto (Hammond, 2007; Maltby & Keeble, 2007).
8 Véanse, entre otros: Curran & Park (2000), Hallin & Mancini (2004), Jones (2002), así como la producción del Communication and Media Research Institute (University of Wesmister), fundamental en el desarrollo de esta disciplina.
9 Taylor (2006) define así los imaginarios: “Por imaginario social entiendo algo mucho más amplio y profundo que las construcciones intelectuales que puedan elaborar las personas cuando reflexionan sobre la realidad social de un modo distanciado. Pienso más bien en el modo en que imaginan su existencia social, el tipo de relaciones que mantienen unas con otras, el tipo de cosas que ocurren entre ellas, las expectativas que se cumplen habitualmente y las imágenes e ideas normativas más profundas que subyacen a estas expectativas” (p. 37).
10 De hecho, la obra de Thompson (2012) La formación de la clase obrera en Inglaterra puede ser leída como la descripción de la construcción del imaginario obrero en la Inglaterra del xix, de un imaginario de clase tal y como aquí lo entendemos.
11 Los libros de texto han transmitido durante mucho tiempo la narrativa hegemónica de las historias nacionales, convirtiéndose en el formato privilegiado para dar sentido a la historia nacional. Sobre la utilización política de los manuales de historia, véanse, entre otros, Ferro (2003), Morris-Suzuki (2005), Nicholls (2006), Zajda (2003).
12 Dicha financiación ha aumentado considerablemente en el marco del programa de investigación “Horizonte 2020”.