Rasgos del cine histórico. Reflexión desde el cine colombiano1
Features of historical cinema. Reflection from the Colombian cinema
Jorge Prudencio Lozano Botache2
http://orcid.org/0000-0002-5124-0894
Caracterización del cine histórico a partir de una muestra de obras cinematográficas de largometraje hechas en Colombia y mediante acercamientos teóricos a Ricoeur, Rosenstone, la escuela de los annales y otros. Frente a la historia escrita, se aporta que el cine no es reconstrucción de hechos sino discurso emotivo que comunica no solo lo narrado sino la forma de concebir al mundo por parte del realizador y la sociedad en que surge la obra.
Palabras clave: Cine, Historia, Narración, Ficción, Discurso.
Characterization of historical cinema from one shows feature film works made in Colombia and through theoretical approaches to Ricoeur, Rosenstone, the school of the annales and others. In front of the written history, it is contributed that the cinema is not reconstruction of facts but emotional discourse that communicates not only the narrated but the way of conceiving to the world on the part of the producer and the society in which the work arises.
Keywords: Cinema, History, Narration, Fiction, Discourse.
Introducción
Es frecuente que luego de asistir a la proyección de una obra cinematográfica de ficción de las que comúnmente se incluyen dentro del llamado cine histórico o incluso después de apreciar una que no esté incluida dentro de lo que intuitivamente se suele entender como género historico, el público en general pero en particular los académicos interesados en la historia, cuestionen si es adecuada tal denominación o si cabe reconocerle algún carácter historiográfico a tal obra.
Ya desde su Metahistory: The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe, White (1973), haciendo referencia a la tradición escrita de la historiografía, planteó que es imposible distinguir entre un relato histórico y uno de ficción.
Mas, en relación con el cine, según Hueso (1991), las obras cinematográficas que son conocidas dentro de lo que se suele denominar cine histórico admiten ser analizadas desde tres puntos de vista que se mencionan a continuación y entre los cuales los dos primeros son aparentemente de sentido común:
En este texto, a su vez, se alude a las obras cinematográficas de ficción asumiendo que toda obra cinematográfica lo es, incluso las comúnmente denominadas documentales (Lozano, 2012b; Montero, 2016; Rosenstone, 2006), en tanto que son producto de puestas en escena con un cierto estilo narrativo (y en este caso incluso una entrevista es una sencilla puesta en escena) y de una doble selección: por una parte la de los hechos que se graban y, por otra la de la preponderancia y la organización de tales hechos dentro de una estructura narrativa.
En este escrito, para aludir a los rasgos característicos del cine histórico se hará referencia a las obras cinematográficas de largometraje producidas en Colombia, por una parte, respondiendo al contexto cultural en el que surge la problematización que da lugar a esta reflexión (estrechamente relacionada con la proclividad de muchos profesores a identificar obras cinematográficas con interés didáctico) y, por otra, por ser ellas las que garantizan no solo un más amplio desarrollo narrativo sino también una mayor disponibilidad comercial para el acceso del público interesado en el tema.
Desarrollo
Según Sorlin (1985), una cosa es reconstituir una época, es decir, crear una atmósfera que la evoque, y otra reconstruir un hecho, en el que se re-crea de manera supuestamente fidedigna lo que ocurrió en un tiempo y un lugar determinados. Teniendo en cuenta lo anterior, las obras cinematográficas que reconstituyen el pasado, se refieren más a cómo era o es la sociedad que las ha realizado, a su contexto, que al hecho histórico o referente que aparentan reconstruir. Así que desde este punto de vista, las obras cinematográficas que se han realizado en Colombia, por ejemplo en el contexto del sicariato, el narcotráfico, el paramilitarismo y la guerrilla, en el futuro darán cuenta no tanto de los hechos en sí mismos, sino sobre todo de la manera como fueron asumidos en su momento tales fenómenos.
Caparrós Lera (2002) destaca que Kracauer en De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán (1947/1985), argumenta que el espíritu nazi ya estaba en el trasfondo de las obras cinematográficas producidas durante el periodo conocido como la República de Weimar. Este autor subraya que las obras cinematográficas en general revelan las concepciones que los realizadores, como representantes de una época, tienen acerca de los acontecimientos narrados. En esa dirección, la obra cinematográfica Cóndores no entierran todos los días, (Norden, 1981) además de la biografía de un personaje llamado León María Lozano, revela una cierta mirada sobre la intolerancia vivida en los comienzos de la violencia liberal-conservadora durante los años cincuenta en Colombia.
Ferro (1995), historiador de la llamada Escuela de los annales y autor de varias publicaciones y documentales didácticos desde los años sesenta y setenta, ya había afirmado que las obras cinematográficas, incluidas las de ficción, son una suerte de agentes de la historia que implícitamente reflejan la mentalidad de la época y de los realizadores.
Martínez-Salanova (1997) considera que las obras cinematográficas pueden ser solo referentes que, a su vez, pueden ser tomados como fuentes históricas. Así pues: en Colombia la obra cinematográfica Soñar no cuesta nada, (Triana, 2006) en el futuro puede servir como referente para aludir al encuentro casual, en mayo del 2003, de un dinero encaletado por el grupo guerrillero farc, del cual hubo evidencias pero nadie fue testigo –aparte de los militares que protagonizaron al hecho, por supuesto–.
Considerando las múltiples maneras de abordar a la historia y al cine, en este caso se toman como guías principales a dos referentes teóricos que ayudan a sustentar este artículo: el primero es el filósofo francés Paul Ricoeur, para quien, desde el punto de vista de la construcción de narraciones, existe una gran proximidad entre la historia como disciplina de estudio y la narración de ficción, dado que ambas aluden a la acción (es decir, a los hechos humanos). Ricoeur, en Tiempo y Narración (1983/2000) hace referencia a la narración literaria, sin embargo, sus planteamientos se pueden adecuar a la narración cinematográfica, dado que al fin y al cabo el guion es un momento literario del cine pero sobre todo porque, por una parte, establece relaciones profundas entre la narración y el tiempo como sucesión de hechos humanos –lo cual es fundamental para el cine– y, por otro lado, establece tres momentos claves de todo proceso narrativo: Prefiguración, Configuración y Refiguración de la acción. Esta última es una palabra que en el cine es una orden técnica y que Ricoeur explora al nivel de sus implicaciones en la antropología filosófica. En este texto interesan las narraciones cinematográficas en tanto dan cuenta de la acción humana considerada de relevancia histórica. Para Ricoeur la Reconfiguración de la narración (en este caso del relato histórico) es el que realiza el espectador, momento en el cual la narración adquiere una dimensión pedagógica –que sin duda resulta útil para eventuales fines educativos–.
El segundo teórico es el norteamericano Robert Rosenstone, en uno de cuyos libros se basó la reconocida película Reds (reconstrucción de la biografía de John Reed) dirigida por Warren Beatty en 1981.3 Este autor, en Film on History/History on film (2006), argumenta con profusión de ejemplos, que el cine de ficción es un medio válido para construir relatos históricos tan legítimos como los relatos académicos (oficiales o no) o, si se prefiere, como relatos alternativos, según los intereses de los grupos subalternos. De esa manera admite que el cine no solo cuenta con recursos narrativos propios y, por tanto, distintos a los de la escritura alfabética que emplean los historiadores clásicos, sino que el cine puede construir diferentes tipos de relatos o, si se prefiere, de estructuras que bien pueden ser reconocidas dentro de las diferenciaciones que algunos establecen entre cine narrativo y cine no narrativo o experimental. Según el mencionado historiador norteamericano, desde el punto de vista de la alusión a la historia hay tres tipos de obras cinematográficas: 1) las del mainstream, basadas en una estructura narrativa clásica con planteamiento, desarrollo y desenlace; 2) las documentales, denominadas así porque buena parte o la totalidad de sus grabaciones se hacen in situ pero que se editan con estructuras narrativas similares a las del mainstream; 3) las experimentales, en las que es menos importante la alusión a los datos y, en cambio, se resalta el punto de vista ideológico, político o cultural que se asume frente a ellos.
Entonces, si para Ricoeur la historia busca la verdad mientras que la ficción no; para Rosenstone, incluso los historiadores clásicos ficcionan porque siempre hay hechos que escapan a los testimonios
Ahora, ¿qué es un hecho histórico?
Ricoeur llama la atención sobre los caracteres temporales, es decir, sobre las acciones que, a su vez, conforman acontecimientos que dejan una marca en el tiempo, es decir, en el devenir humano. De esta manera, hay hechos históricos relevantes para una comunidad concreta aunque no lo sean para un Estado-nación e incluso los que lo son para este no impactan con la misma intensidad a todas las comunidades locales. Asumamos entonces que un hecho histórico es un acontecimiento o un fenómeno que, en un momento determinado, es considerado como relevante en el contexto del devenir cultural de un grupo social de acuerdo con sus intereses e imaginarios. Por ejemplo: un hito en el devenir de Colombia fue el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán el 9 de abril de 1948, hecho que generó un imaginario traumático de país y alrededor de él surgieron películas como Canaguaro (Kuzmanich, 1981), que se refiere a las manipulaciones de los líderes políticos sobre los alzados en armas; en Cóndores no entierran todos los días (Norden,1983) León María Lozano es un personaje intolerante surgido precisamente durante el periodo de violencia desencadenado a raíz de la muerte del llamado “caudillo del pueblo”; en Confesión a Laura (Osorio, 1990) son francotiradores amotinados a causa del asesinato de aquel político en el año mencionado, los que físicamente le impiden a Santiago salir de la casa de Laura; en Un tigre de papel (Ospina, 2009), el historiador Arturo Alape afirma que Pedro Manrique Figueroa anduvo ese día cerca al lugar de los hechos; La Historia del Baúl rosado (Gómez, 2000) transcurre en años previos a la muerte de Gaitán y en esta obra se observan retratos de Gaitán, tipo cartel, pegados en una pared en un parquecito, por donde pasa el detective Mariano Corzo, cuando va hacia la casa de Martina, la dueña del café.
No obstante, de acuerdo con Paz y Montero (1999) si hay una dimensión explicativa de la historia, cabe llamar la atención sobre su dimensión comunicativa, es decir, sobre la posibilidad y capacidad de informar, generar opinión y, sobre todo, construir sentidos dentro del grupo social para el que resulta histórico un determinado acontecimiento.
Desde 1895, año en que se hizo público el invento del cinematógrafo, la humanidad vive una época en la que el fenómeno conocido en didáctica como “La atención”, ha sido convocado nuevamente hacia una lectura simultánea de la realidad, esta vez contenida en una pantalla rectangular (Dussel, 2015). Y, si aquí se afirma que la atención ha sido convocada nuevamente es porque este fenómeno, si bien fue reforzado por el cinematógrafo, no fue inventado por este; ya la cartografía, la pintura, el pizarrón y la fotografía habían planteado este encuadramiento de la realidad.
En fin, una obra cinematográfica se permite llamar la atención hacia la pantalla rectangular impactando a la visión y a la audición que son los dos sentidos de relación con el entorno distante que posee el ser humano (Mitry, 1963-1965/2002).
De esta manera, una obra cinematográfica tiene una capacidad diferente y, en todo caso, más sensorial que la del lenguaje escrito –que es más racional– para representar y evocar a los acontecimientos históricos (Montero, 2016). Las obras cinematográficas, con todas sus innovaciones técnicas para la representación, al mismo tiempo están directamente emparentadas con los relatos literarios y dramatúrgicos, es decir, con la narración.
Según Rosenstone (2006) la historia ha sido representada a lo largo de la existencia de la humanidad de múltiples maneras, así, por ejemplo, de forma oral –como en todas las culturas ancestrales–, por medio de íconos –como en el budismo y el hinduismo–, pictóricamente –como en el acervo de la pintura universal–, por escrito – como desde Heródoto lo hacen los historiadores– y contemporáneamente por medio del cine y la televisión. Este último caso se ilustra en Colombia con las obras unitarias hechas para televisión con los títulos Crónica de una generación trágica (Triana, 1993) y Amores y delitos (Restrepo,1995), que aluden a anécdotas acaecidas en los preámbulos de la independencia de Colombia, que se rubricó con la batalla de Boyacá, en 1819.
En otro tipo de artículo habría que considerar que han existido otras formas de preservar a la memoria histórica como los Kipus, que eran una suerte de tejido nodal en la cultura inca.
Sin embargo, desde el siglo xix, a partir de la tradición historicista se ha asumido que la disciplina histórica académicamente válida es la historia escrita y esto es comprensible si se considera que el lenguaje escrito permite no solo describir sino también argumentar proposicionalmente y presentar explicaciones sobre los acontecimientos descritos.
No obstante, ese conjunto de virtudes del lenguaje escrito coexiste con un rasgo que desborda a la racionalidad de la historia como disciplina académica: debido a la preeminencia que debe darle a la racionalidad, el escritor de historia mantiene una relación ambigua, a veces temerosa, con la narración –esto es así en todas las tendencias historiográficas que señalan tanto White para la historia escrita como Hueso para todas las tendencias historiográficas identificables en el cine–. El escritor no logra escapar de la narración pero tampoco logra dar cuenta de muchos detalles que escapan a la memoria o que siempre debe obviar en gracia de la racionalidad explicativa y generalizadora de la disciplina académica. Entonces el escritor de historia, aun sin proponérselo o sin reconocerlo abiertamente, recurre a metáforas, la mayoría de veces en clave lógica y argumentativa (Rosenstone, 1997).
Desde nuestra perspectiva, el escritor de historia es un representante respetable y valioso de lo que McLuhan (1962) llamara La Galaxia de Gutenberg, en la que la imprenta configuró a una manera de leer al entorno de izquierda a derecha y asimilarlo de forma analítica.
Así pues, las obras cinematográficas pueden recuperar o –si se prefiere– resaltar en nuestra época la dimensión narrativa emocional que siempre ha acompañado al abordaje de los hechos históricos.
En continuidad con esto, dentro del reconocimiento de la humanidad como una estirpe guerrera, los historiadores han establecido que la historia oficial la cuentan los vencedores y en tiempos de menos beligerancia la cuentan los poderes hegemónicos, pero si se asume a las sociedades humanas como complejos entramados culturales, entonces es necesario aceptar que junto a la historia oficial hay historias divergentes que surgen de los vencidos, de las regiones apartadas, de los sectores sociales marginados, de los fenómenos sociales hasta entonces ignorados, etc. En consecuencia, menos que a la verdad histórica, habría que hacer referencia a las versiones de la historia. Por supuesto, lo anterior también lleva a señalar la ausencia de obras cinematográficas colombianas relatadas precisamente desde las culturas subordinadas o marginadas aunque sí es notable una actitud solidaria de algunos cineastas, como ocurre en Maria Cano (Loboguerrero, 1989), en la que se evoca a quienes participaron en la huelga de las bananeras, de 1928, acontecimiento que también fue aludido por Gabriel García Márquez en su novela Cien años de soledad.
Diferentes concepciones sobre la historia
Al contrastar la producción cinematográfica colombiana de largometrajes de ficción con una mirada historicista del país, se observa que existen numerosos episodios significativos, tanto de la historia oficial como de las historias divergentes, de tal oficialidad que no han sido abordados.
Solo por citar algunos ejemplos, si se revisa al catálogo de Proimágenes Colombia, entidad estatal que coordina a la producción cinematográfica en este país, es evidente una ausencia de obras que refieran a los tiempos precolombinos; sobre la llegada de Colón a América solo existe una animación realizada por Fernando Laverde con el título de Cristóbal Colón (1982); no se encuentran obras sobre la colonia, se carece igualmente de obras cinematográficas sobre los tiempos del establecimiento de la república y en general sobre el resto del siglo xix, salvo por La María (Calvo, 1922), y acaso por la alegórica La pobre viejecita (Laverde, 1978) y por la sátira burlesca San Antoñito (Sánchez, 1985) –a las que, sin embargo, se les ha dado muy poca trascendencia–. El primer gran hecho histórico del siglo xx, aludido directamente en el cine, es el traspaso del canal de Panamá a manos de los Estados Unidos, mediante la obra Garras de Oro (Jambrina, 1926), al parecer realizada principalmente en el exterior (de hecho, parece no caber dentro del sentido jurídico con que hoy se concibe a una obra cinematográfica colombiana). Ni siquiera se ha abordado directamente la vida del reconocido caudillo populista Jorge Eliecer Gaitán aunque alrededor de su asesinato sí se han construido varias obras cinematográficas, de los cuales la última es Roa (Baiz, 2013); pese a que en los últimos años se han hecho obras cinematográficas sobre el conflicto armado y sus víctimas, es notoria la ausencia de obras sobre las causas, los orígenes y los protagonistas del conflicto armado de los años subsiguientes a los de la violencia liberal-conservadora, es decir, el de las guerrillas de influencia socialista, y así sucesivamente se puede continuar una revisión cronológica de vacíos y ausencias en las alusiones históricas por parte de lo que se pueda llamar cine nacional.
Desde la perspectiva romántica escasean en la cinematografía colombiana las biografías, excepto dos obras sobre Bolívar, una en tono de parodia de la Colombia actual, Bolívar soy yo (Triana, 2002) y la otra, una historia en dibujos animados: Bolívar, el héroe (Rincón, 2003), además de María Cano (Loboguerrero, 1989), sobre aquella malograda líder social y sindical de comienzos del siglo xx y Cóndores no entierran todos los días (Norden,1983) sobre uno de los asesinos políticos más reconocidos de la mitad del mismo siglo. Hasta ahora están por fuera de la narración cinematográfica colombiana numerosos artistas, científicos, deportistas y en general personalidades que han hecho significativos aportes a la construcción de la nación.
En la misma perspectiva romántica pero en relación con lo épico (e incluso con lo aventurero o lo fantástico), falta aún mucho por explorar en relación con el conflicto armado, pese a que este ha sido aludido por ejemplo en La toma de la embajada (Durán, 1999) en la que un comando del grupo guerrillero M-19 irrumpió el 27 de febrero de 1980 en una reunión de diplomáticos en la embajada de la República Dominicana, tomando como rehenes a varios embajadores; Golpe de estadio (Cabrera, 1998) que entremezcla las afujías durante un combate entre el ejército y la guerrilla con las reacciones emocionales de los combatientes de ambos bandos que, al mismo tiempo, observan un partido de futbol en el que Colombia le ganó a Argentina en las eliminatoria para el mundial de 1994; en La primera noche (Restrepo, 2003) aparece la connivencia de algunos integrantes de las fuerzas armadas del Estado con los paramilitares, mientras que en La pasión de Gabriel (Restrepo, 2009) se presenta la complementariedad por oposición entre el abuso de poder de la burocracia y la soberbia de un grupo guerrillero; en Los actores del conflicto (Duque,2008) se engranan diferentes lastres del conflicto: mafias, sectarismos, tráfico de armas, ineptitudes, soberbias y hasta impostaciones; en Yo soy otro (Campo, 2008) se remarca la presencia del conflicto en todos los lugares y aspectos de la vida social mientras en Los colores de la montaña (Arbeláez, 2010), se señala la frustración y el desplazamiento que victimizan a los campesinos y especialmente a los niños. La Sirga (Vega, 2012) alude a la cotidianización del miedo y el sigilo requerido por el conflicto armado y Jardín de amapolas (Melo, 20014) retrata a la a la mezcla de la violencia del narcotráfico y la del conflicto guerrillero-paramilitar, a través de la mirada infantil.
En la perspectiva marxista, en Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, (Rodríguez & Silva, 1982) desde la cosmovisión indígena (insertada por la narración dentro de la lucha de clases), se contribuye a ampliar la mirada sobre la historia en una época en que el movimiento indígena se ha venido consolidando organizativamente en Colombia; Raíces de piedra (1961) y Pasado el meridiano (1964), ambas de José María Arzuaga, dan cuenta del paisaje urbano y de la moral sociopolítica de aquellos años en Bogotá; Con su música a otra parte (Loboguerrero,1984) agrega algo más sobre el romanticismo juvenil de izquierda en los años sesenta y setenta.
Cabe recordar que dentro de la Nueva Historia existen varias maneras de abordar a la hechos, que no necesariamente se centran en lo cronológico, como ha ocurrido desde la Escuela de los annales, que opta por estudiar diferentes temáticas relacionadas con la historia de las mentalidades, la economía, la microhistoria (que induce a reflexiones universales a partir de casos muy locales), etc. En relación con la historia de las mentalidades, en El río de las tumbas, (Luzardo, 1964) se puede reconocer en medio de situaciones pintorescas la perspicacia que despierta la violencia liberal-conservadora y que se revela cuando el bobo del pueblo descubre a un cadáver sin identificación en el río; a su vez, en La sombra del caminante (Guerra, 2004) se señala la miseria en la que se encuentran tanto la víctima como el victimario en una ciudad cuya mentalidad sigue su marcha caótica y también violenta.
En relación con la economía (en este caso subrepticia), el narcotráfico está relativamente abordado en el cine colombiano. Por ejemplo, en El rey (Dorado, 2005) se dan datos sobre los comienzos del cultivo de marihuana y de la producción de cocaína, por su parte La ley del monte (Castaño & Trujillo, 1998) describe los pasos de la compra de materia prima y producción de cocaína; Sumas y restas (Gaviria, 2004) alude a los tiempos y movimientos del tráfico del alcaloide y al encantamiento que este negocio ejerció sobre la clase media de Medellín en los ochenta y noventa hasta hacer sucumbir en su vorágine a muchos de sus pujantes prospectos empresariales; María llena eres de Gracia (Marston, 2004), detalla tanto la técnica de transporte humano de cocaína como las motivaciones y tormentos de quienes la practican, es decir, de las llamadas “mulas”; El arriero (Calle, 2009) se ocupa precisamente de la ética perversa y los ideales de un personaje que organiza y controla a tales mulas. Por otra parte, solo unas pocas obras cinematográficas, como La historia del baúl rosado (Gómez, 2005) –historia de amor en el marco de la investigación del misterioso crimen de una niña– se acercan a la idea de microhistoria.
Sin embargo, no existen en Colombia obras cinematográficas que, por ejemplo, aludan al establecimiento de la economía cafetera, clave para el desarrollo del país; tampoco las hay sobre los procesos de industrialización; no se ha aludido directa y profundamente al problema agrario, que se supone, está en la base del conflicto social armado, tan significativo para la historia colombiana.
En concordancia con la perspectiva de Rosenstone, es fácilmente identificable la estructura narrativa clásica –procedente del mainstream– que predomina en las obras arriba mencionadas. En Soñar no cuesta nada (Triana, 2006) historia sobre unos soldados de la compañía Destroyer que encontraron una caleta de dólares de la guerrilla, el soldado Porras expresa que no está de acuerdo con apoderarse de ese dinero; a continuación el teniente le da la orden de guardar silencio al respecto y justo en el minuto 30 el soldado reprime su inconformidad y acepta la orden gritando “¡lancero!” Este es el primer plot point, con el que se concreta lo que Field (1984) denomina set up (planteamiento). A partir de entonces ya no se relata la travesía de unos soldados sin dinero, con ilusiones juveniles y que persiguen a los guerrilleros sino la obnubilación de un grupo de soldados que deciden apoderarse del dinero que encontraron y lo derrochan entre rencillas y juegos en la selva. El punto medio tiene lugar cuando en pleno vuelo hacia la base militar, el soldado Lloreda denuncia que ha perdido su dinero y amenaza hacer explotar al avión con una granada. Un soldado declara que Lloreda no será capaz pero este grita “¡Yo no soy ningún güevón!” Y a los 60 minutos exactos Lloreda es controlado por el teniente pero también por el soldado Porras, que es el personaje principal. Este es el punto medio, a los 60 minutos. Aunque ese acontecimiento no impide que los militares mantengan su dinero, sí empieza a sembrar dudas sobre lo que sucederá. A partir de ese momento la torpe ostentación de los militares los lleva a generar sospechas entre el alto mando, y el segundo gran plot point tiene lugar a los 90 minutos exactos, cuando en un flashback explicativo el soldado Porras llama a su joven esposa para informarle que huyó para no someterse a la ley. De esta forma se le presenta con una justificación para aspirar a salvar a su familia de la bancarrota, justificación que contrasta con la suerte de los otros soldados y así deja planteada una discusión sobre la validez ética de lo hecho por todo el pelotón. A partir de ese momento empieza la cortísima solución de la historia, que consiste en que la joven esposa de Porras, acompañada de su pequeña hija, inicia el viaje de retorno a su hogar.
En cuanto a los rasgos ficcionales del documental, Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (Rodríguez & Silva, 1982) para lograr su propósito tanto narrativo como ideológico, recurre a la representación del diablo mediante una máscara tejida artesanalmente. Todo documental registra algunos acontecimientos directamente de la realidad pero, en primer lugar, no está impedido para realizar reconstrucciones mediante puestas en escena de situaciones ya transcurridas, por otra parte, se suele entrevistar a testigos que en el momento de la entrevista están ubicados en un contexto distinto al de los acontecimientos referidos; en tercer lugar, se suele emplear registros audiovisuales tomados de acontecimientos distintos pero que sirven para ilustrar o apoyar un punto de vista y, lo que es más importante: durante la edición elaboran una estructura narrativa ficticia, lo cual es mucho más claro en lo que hoy se denominan “falsos documentales”, que en el fondo lo que hacen es poner en evidencia de manera notoria lo que siempre han hecho los documentales en mayor o en menor medida. Tal es el caso de Un tigre de papel (Ospina, 2008), en el que se sugiere la existencia de un personaje llamado Pedro Manrique Figueroa, que por supuesto nunca existió pero que supuestamente vivenció buena parte de la historia de Colombia experienciada por la izquierda colombiana desde los años treinta hasta los ochenta del siglo pasado.
Cabe volver a citar a Rosenstone (2006), quien considera que las obras cinematográficas pueden ser en sí mismas discursos históricos a partir de versiones sobre la historia empleando técnicas narrativas de carácter experimental. Desde esta perspectiva, Garras de Oro (Jambrina, 1926), además de realizar algunas reconstituciones históricas, recurre a alegoría del Tío Sam arrancando al istmo de Panamá de un mapa de América.
De manera más contundente, el mismo autor considera que el cine de ficción cuenta con herramientas más apropiadas que el documental para plantear, no situaciones veraces pero sí simbolizaciones y puntos de vista sobre la historia. Por ejemplo, La tierra y la sombra (Acevedo, 2015), plantea mediante la ficción la crudeza de la vida de los corteros de caña y su dependencia feudal de los ingenios azucareros, en pleno siglo xxi.
A modo de conclusión
Si para el escritor de historia el punto de partida es la explicación racional y la emocionalidad es un punto de apoyo para su argumentación, para el cineasta el punto de partida es la emocionalidad de la narración, lo cual no elimina para nada la proyección de un discurso sobre los acontecimientos aludidos. Toda obra cinematográfica es logopática, como afirma Cabrera (2002), es decir que impacta tanto al razonamiento (al logos) como a la emocionalidad (al pathos).
Desde la tradición historicista los escritores suelen reprocharle a las obras cinematográficas falta de rigurosidad para citar fuentes históricas o dar testimonio de ellas mediante pies de página o bibliografías pero este es solo un asunto de convenciones culturales e institucionales; de lo que se trata es de la necesidad de asimilara las diferentes posibilidades del lenguaje cinematográfico para hacerlo, por ejemplo, mediante entrevistas, fotografías, puestas en escena en lugares reales o reconstruidos, diálogos entre los personajes, manipulación de objetos por parte de los actores, insertos de fragmentos de otras obras cinematográficas, etc. Al igual que al escritor de historia, al cineasta se le escapan detalles de la cotidianidad pero a diferencia del escritor, quien puede llenar este vacío mediante recursos retóricos abstractos, generalizadores y estructurados lógicamente (por ejemplo: “la colonia en Colombia es el periodo que va desde la conquista hasta la independencia”), el cineasta debe dar cuenta de ellas de manera audiovisualmente concreta. De lo anterior, se deriva que todo cineasta debe recurrir a lo que se puede denominar recursos retóricos audiovisuales, dramatúrgicamente estructurados (Lozano, 2012). Los cineastas inventan escenas o incluso tramas y subtramas (en términos de Ricoeur: prefiguran y configuran narraciones); los escritores de historia también lo hacen, solo que con otros medios. Es decir, los escritores de historia requieren de un cierto grado de ficción, en todo caso diferente a la ficción empleada por los cineastas pero ficción al fin y al cabo.
Entonces, a las proximidades que desde el punto de vista del lenguaje Ricoeur ha establecido entre historia y narración literaria, en este caso agregamos que no existe una única verdad histórica aunque sí existen hechos que sirven de fuentes históricas que, a su vez, admiten múltiples interpretaciones construidas dramatúrgicamente en las obras cinematográficas y que pueden ser validadas (o refiguradas, según Ricoeur) de acuerdo con los intereses e imaginarios de las comunidades que las asimilen.
En todo caso, cualquier historiador o cualquier cineasta requiere de al menos tres tipos de investigación: la investigación bibliográfica-documental, la investigación de campo, y la investigación creativa, que es aquella en la que estructura su relato (Gómez, 2016).
Es muy común que se identifique equivocadamente al cine histórico con la reconstitución del ambiente de una época o la reconstrucción pretenciosamente veraz de un acontecimiento, y esta equivocación es especialmente frecuente en la televisión pero lo que hace que una obra cinematográfica (o televisiva) merezca o no el calificativo de histórica es la relevancia que le otorgue durante el desarrollo narrativo al acontecimiento que desea destacar, es decir, como acontecimiento cultural relevante y caracterizador del devenir de un grupo social.
Esta consideración es especialmente importante en estos tiempos de comunicación transmedial y series web, en las que emergen técnicas narrativas que antes eran vistas como experimentales pero que hoy combinan serenamente a los dibujos, las animaciones, las composiciones plásticas de la imagen y del sonido y a los actores humanos dentro de estructuras narrativas de mucha ficción pero a veces, por eso mismo, de significativas alusiones a la historia. Al respecto cabe recordar a Pequeñas voces (Andrade & Carrillo, 2011), en la que a partir de unos dibujos hechos por niños desplazados por la violencia paramilitar-guerrillera, se relata su éxodo desde el campo hasta perderse en la dura maraña de la ciudad.
Hay cineastas que desarrollan investigaciones históricas profundas, no obstante, afirmar que un cineasta es per se un historiador es algo polémico debido a que el historiador profesional cuenta con una formación especializada, una tradición y dedicación de tiempo completo a este oficio, un acervo académico, una comunidad académica y una intencionalidad claramente orientada al estudio del pasado como una totalidad. Cabe señalar es que la historia no es propiedad exclusiva de los historiadores, puesto que a ella también se pueden aproximar y de hecho se han aproximado de diferentes maneras (orales o icónicas), los pobladores de todas las comunidades, los escritores, los artistas y los cineastas.
Entonces, frente a la discusión acerca de si las obras cinematográficas recrean con veracidad los hechos históricos, los adaptan a la época o los falsean según el lenguaje audiovisual ligado al espectáculo, Ibars Fernández (2006) considera que la cuestión fundamental no es si el cine falsea, trivializa u obstaculiza a la verdad histórica, porque el cine no es la historia, sino solo una manifestación o testimonio de la misma o, incluso, una herramienta para conocerla y, en cuanto herramienta, debe ser sometida a un severo proceso de crítica, al igual que ocurre con las demás fuentes históricas.
De acuerdo con lo anterior, para el mismo autor, el uso de obras cinematográficas en el estudio de la historia, depende de la capacidad crítica del historiador y del espectador (aunque se puede agregar que también del educador o del estudiante), para identificar los aspectos del argumento que tienen valor histórico, diferenciándolos de aquellos que constituyen solo apoyos narrativos, como en Silencio en el paraíso (García, 2011), en la que una historia de amor sirve de contexto para denunciar la masacre oficial conocida como los falsos positivos de Soacha, en los que algunos agentes del Estado desaparecieron a 19 jóvenes en 2008 en una localidad cercana a Bogotá.
Parece entonces que nuestra actitud hacia el pasado necesariamente debe contar con el cine y el audiovisual en general, ya no como pretendido testimonio fiel de los acontecimientos sino, o bien analizando a la obra como proyección o retrato de la sociedad, o bien interesándonos por el medio visual o el lenguaje cinematográfico como otro medio para construir discursos acerca de la historia.
Referencias bibliográficas
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Caparrós Lera, J. M. (5 de mayo de 2002). La Historia en el cine. Diario ABC.
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1 Este artículo surge en el marco del proyecto de Investigación titulado “Rasgos socioculturales narrados por las obras cinematográficas de ficción hechas en Colombia y contextualizadas en el conflicto social armado”, auspiciado por la Universidad del Quindío en Colombia. Mis agradecimientos a la Universidad del Quindío.
2 Universidad del Quindío, Colombia.
Correo electrónico: jplozano@uniquindio.edu.co
Fecha de recepción: 01/03/17. Aceptación: 03/05/17.
3 Ganadora de tres premios Oscar y de varias nominaciones al mismo.