Imágenes que vienen del pasado. Las fotografías de los llamados campos de concentración de la guerra

en Colombia

Pictures that come from the past. The photographs of the so-called concentration camps of the war in Colombia

Jorge Iván Bonilla Vélez1

http://orcid.org/0000-0002-2883-1418

Este artículo examina las fotografías que los medios de comunicación y sectores de opinión denominaron “los campos de concentración de las farc” en Colombia. Utilizadas como analogías de los campos de concentración nazis, estas imágenes, publicadas por primera vez en octubre de 2000, se erigieron en “plantillas” del horror imperdonable. La reflexión plantea cómo las narrativas y las imágenes de los medios se constituyen en vehículos con capacidad para orientar la memoria no solo del pasado, sino del presente y el futuro.

Palabras clave: Fotografía, memoria, campos de concentración, guerra, Colombia.

This paper examines the photographs that media and sectors of opinion named “the concentration camps of the farc” in Colombia. Used as analogies of the Nazis concentration camps, these pictures published by the first time in October, 2000, were erected in “templates” of the unforgivable horror. The reflection raises how the narratives and the images of the media are constituted in vehicles with capacity to guide the memory not only of the past, but of the present and the future.

Keywords: Photography, memory, concentration camps, war, Colombia.

Y las fotografías hacen eco de otras: era inevitable que las de los demacrados prisioneros bosnios en Omarska, el campo de exterminio serbio creado en el norte de Bosnia en 1992, trajeran a la memoria las realizadas en los campos de la muerte nazis en 1945.

Susan Sontag, Ante el dolor de los demás.

Introducción

A comienzos de octubre de 2000, un número considerable de periódicos, revistas y noticieros de televisión colombianos publicaron un conjunto de imágenes en las que se mostraba a un grupo de policías y militares posando ante la cámara, detrás de una cerca rodeada con alambres de púa que circundaba el campamento donde estos habían sido confinados por la entonces guerrilla de las farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia).2 Mostradas inicialmente como pruebas de supervivencia, estas imágenes pronto adquirieron una connotación mayor: se constituyeron en el testimonio de la existencia de los “campos de concentración” que esta guerrilla había instalado en las selvas del sur del país, una analogía a la que acudieron periodistas, funcionarios del gobierno y comentaristas de prensa con el fin de asociar la memoria de un evento del pasado –el genocidio de los judíos en los campos de la muerte del nazismo– a la crueldad de un acontecimiento del presente (el cautiverio de integrantes de la Fuerza Pública en poder de las farc).

Estas imágenes de los soldados y policías detrás de la alambrada invitan a pensar con qué frecuencia las hemos visto antes. Ellas rememoran algunas escenas captadas por los reporteros que acompañaron a las tropas Aliadas durante la liberación de los campos de concentración nazis al final de la Segunda Guerra Mundial, cuya memoria visual se ha convertido en un prisma a través del cual se suele interpretar otros casos de exterminio, genocidio, terrorismo de Estado y violencia fratricida (Campbell, 2002b; Hoskins & O’Loughlin, 2010; Novick, 2000; Zelizer, 1998). Como afirma Huyssen (2002), que el Holocausto se haya convertido “en un tropos universal del trauma histórico” de las sociedades modernas tiene que ver con que este –sus imágenes, memorias, discursos y testimonios– se considera no solo como un índice de un acontecimiento histórico específico que tuvo lugar en una sociedad y una época determinada, sino como una metáfora extensiva que se utiliza para comprender experiencias traumáticas y prácticas de memoria trasladadas a contextos locales, temporalidades lejanas y situaciones diferentes respecto del evento original (p. 18).

Que los campos de la muerte del nazismo se constituyan en un punto de referencia de la atrocidad contemporánea significa además que sus imágenes, relatos y testimonios no solo son reapropiados como pruebas fehacientes de lo que allí sucedió, sino superpuestos a otras crisis y tragedias, en un ejercicio de equivalencia moral en el que este, el Holocausto, se erige en una lección para prevenir desastres por venir (Dean, 2004); un marco para encuadrar cómo la crueldad será recordada (Brink, 2000; Pollock, 2012; Zelizer, 1998); una “plantilla” retrospectiva para enmarcar acontecimientos posteriores (Kitzinger, 2000); un acontecimiento para examinar la supervivencia de la imagen y reconsiderar por esta vía la memoria visual del horror (Didi-Huberman, 2004; García & Longoni, 2013); o un ícono de la memoria globalizada y mediatizada de las sociedades actuales (Levi & Sznaider, 2005). Porque, como afirma Peter Novick, al convertir el Holocausto en la atrocidad emblemática, ¿significa que este es el criterio por el cual decidimos qué horrores nos llaman la atención? (2000, p. 257).

Este artículo examina las imágenes que en su momento los medios de comunicación y sectores de opinión en Colombia denominaron “los campos de concentración de las farc”, un término utilizado para aludir a las condiciones inhumanas a las cuales eran sometidos los policías y militares capturados en combate, y a quienes esta guerrilla utilizaba no solo para demostrar su poder militar y dominio territorial, sino también para obtener el reconocimiento de su estatus de beligerancia (Aguilera, 2013; Pizarro, 2011) y presionar al gobierno del presidente Andrés Pastrana (1998-2002) a la realización de un acuerdo humanitario, en una época en que el escalamiento de la confrontación armada en el país corría paralelo a la degradación de las prácticas de guerra de los diversos actores involucrados; guerrillas, paramilitares, narcotraficantes y fuerzas del Estado (Grupo de Memoria Histórica, 2013). El texto plantea que la analogía de los campos de concentración alemanes empleada por la prensa colombiana para dar cuenta de las condiciones de cautiverio de los policías y militares se erigió como una “plantilla” del horror imperdonable que se utilizó para anclar un episodio atroz del presente a una memoria histórica de la atrocidad, en un entrecruzamiento en el cual las imágenes ayudaron a enmarcar prácticas de mirar, narrar y nombrar dicho episodio. Al final, el trabajo brinda algunas reflexiones para posteriores investigaciones que profundicen en los modos en que los colombianos hemos prestado atención, o dejado de hacerlo, a los horrores de nuestra guerra, hoy en proceso de superación, gracias a los acuerdos de paz firmados entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las farc.3

Íconos de atrocidad:

memoria y reciclaje visual

Una de las reutilizaciones más elocuentes de la plantilla del Holocausto para referirse a las prácticas de la guerra en Colombia es aquella que se remonta al año 2000, luego de que el periodista Jorge Enrique Botero viajara a las selvas del sur del país a documentar las condiciones de cautiverio en las que se encontraba un grupo de 261 integrantes de la Fuerza Pública, a los que las farc habían capturado en combate, luego de una serie consecutiva de ataques y operaciones bélicas contra bases militares, estaciones de telecomunicaciones, patrullas del ejército y comandos de policía en los departamentos de Nariño, Putumayo, Caquetá, Guaviare, Meta y Vaupés durante la segunda mitad de los años noventa, concretamente entre 1996 y 1999.4 En este recorrido, Botero visitó los campamentos donde permanecían recluidos desde hacía años los policías y militares en poder de las farc, en un momento en que se comenzaba a agitar en el país la figura de un acuerdo humanitario que permitiría canjear guerrilleros presos de las farc que permanecían en las cárceles del Estado por integrantes de la Fuerza Pública, en el marco del fallido proceso de paz liderado por el presidente Andrés Pastrana.

Es en este contexto en que el periodista realiza el informe televisivo titulado “En el verde mar del olvido” (Botero & Osma, 2000),5 un reportaje de treinta minutos de duración que comienza con la crónica del reportero de su viaje a la selva; continúa con las dramáticas escenas del cautiverio de los policías y militares, el encuentro que ellos sostienen con Marleny Orjuela y Luz Amparo Rico, parientes de dos de los uniformados retenidos, que viajaron con Botero llevándoles mensajes, fotos y cartas de sus familiares; continua con algunas entrevistas a los uniformados que le hablan al reportero sobre cómo son sus días en la selva, sus padecimientos y del desamparo en que se hallan por parte del Estado; y finaliza con una entrevista con el jefe militar de las farc, ‘Jorge Briceño’ o ‘Mono Jojoy’, a quien el reportaje presenta además en una improvisada “reunión” con los integrantes de la Fuerza Pública que le formulan preguntas sobre las condiciones de su cautiverio. Previsto para ser emitido en la franja horaria de las 23:30 del miércoles 4 de octubre de 2000 por el canal Caracol, el reportaje finalmente no salió ‘al aire’ debido a las presiones del gobierno y de la entonces Comisión Nacional de Televisión, cntv, que intervino ante los directivos del canal para que este no se transmitiera, alegando, según la carta que se conoció del entonces presidente de la junta directiva de la cntv, Ricardo Lombana, razones patrióticas que el comisionado defendía con las siguientes palabras:

La carta dice que el país ha estado expuesto durante las últimas semanas a la repetición de las imágenes de los soldados que, sin duda, evidencian una violación del Derecho Internacional Humanitario. Y esas imágenes que mostraban la desgracia de unas personas y la exaltación del dolor va a afectar a núcleos de población como los niños … Era más una carta de reflexión que cualquier otra cosa porque las imágenes sobre la violencia y el conflicto tienen que ser manejadas con un criterio más de ilustración que con apetito comercial (“La carta de la cntv”, 2000).

Las razones expuestas por la cntv para prohibir este reportaje aduciendo, por una parte, que atentaba contra la dignidad humana de los soldados y, por la otra, que lesionaba los sentimientos de los niños, se movilizaron hacia un escenario contrario. Porque si bien el reportaje no se transmitió, algunas de sus imágenes fragmentadas se lograron emitir en las emisiones de las 12:30 y las 19:00 horas de ese mismo miércoles, editadas por el propio reportero como un avance de lo que los televidentes estaban a punto de presenciar horas después. ¿Y qué era lo estos iban a presenciar? Las poderosas imágenes de “los campos de concentración de las farc” en las selvas del país. Pues aunque la narrativa predominante del reportaje apuntaba en otra dirección: la de exponer el olvido en que estos hombres se encontraban ante la desidia del gobierno y la indolencia de las farc, esta pronto fue sustituida por la del horror de los campos, que fue precisamente la expresión con que el gobierno nacional, los medios de comunicación y algunos comentaristas políticos reaccionaron para darle crédito a las dramáticas escenas que testimoniaban las condiciones de cautiverio de los policías y militares que comparecían en el reportaje televisivo.

Las reacciones no se hicieron esperar. Para la muestra dos botones. El diario El Tiempo, en su editorial titulado “Estado Farco-Nazi”, afirmaba, por ejemplo, que:

Las imágenes tienen como fondo la inaceptable pretensión de las farc proclamada por el Mono Jojoy en el video de erigirse en otro Estado … Este exabrupto no solo es rechazado por la opinión de la abrumadora mayoría de la Nación sino por el derecho interno, la jurisprudencia internacional y el más elemental sentido común. Con mayor razón cuando ese supuesto Estado guarda semejanzas tan aterradoras con el que los nazis quisieron imponerle al mundo hace medio siglo” (“Estado Farco-Nazi”, 2008).

Por su parte, el columnista de prensa Roberto Posada García-Peña –D’Artagnan– afirmaba frente al hecho estremecedor de tales imágenes que:

Ni en la Alemania de los nazis se veían escenas tan aterradoras de lo que en este caso también constituyen verdaderos campos de concentración debidamente protegidos –ahí sí– por alambradas hostiles de las que nadie se puede escapar. Contrario a lo que ocurre todos los días en nuestras cárceles de alta seguridad (D’Artagnan, 2000, pp. 1-19).

A partir de ese momento las comparaciones y las recurrencias visuales y discursivas que asemejaba estas imágenes con las prácticas del nazismo comenzaron a circular no solo como un valor de verdad –la prueba visual y testimonial de que los uniformados estaban vivos y clamaban por un acuerdo humanitario–, sino como una fuerza simbólica: las condiciones de cautiverio de los integrantes de la Fuerza Pública se convirtieron en un símbolo de la infamia de las farc. Y para esto se acudió al uso reciclado de imágenes ya existentes y de fuerte recordación en los archivos de la memoria colectiva (mediatizada y globalizada).

¿No es esto acaso lo que se puede apreciar en la siguiente portada del diario El Tiempo (“Así están los soldados secuestrados”, 2000, p. 1) (Figura 1) y en las sucesivas imágenes (Figuras 3, 4 y 5) que muestran a un grupo de policías y militares detrás de un cerco rodeado por alambres en los campamentos de las farc donde se encontraban cautivos? ¿Dónde las hemos visto antes? Hay una fotografía de la famosa reportera gráfica Margaret Bourke-White que nos invita a volver a la memoria. Es una foto en blanco y negro tomada en abril de 1945 en el campo de Buchenwald, a donde la fotógrafa había viajado, acompañando a las tropas estadounidenses en su incursión victoriosa al territorio alemán, al final de la Segunda Guerra Mundial, como parte de la estrategia documental emprendida por los Aliados para demostrar que las atrocidades perpetradas por los nazis no eran historias inventadas (Campbell, 2002a; Linfield, 2010). Titulada The Living Dead at Buchenwald, April 1945, la foto muestra a un grupo de hombres judíos sobrevivientes, unos veinte quizá, detrás de una cerca levantada con alambre de púas que posan ante la lente de la cámara de la reportera. Esta es una fotografía icónica de la liberación de los campos de concentración que ha viajado hasta nuestros días, y de la cual el historiador Theodore M. Brown decía en 1973:

[Esta] es seguramente la mejor de las miles de imágenes goyescas hechas en los campos de la muerte. Cosido a través de la superficie del cuadro, el amenazante alambre de púas establece una separación entre el espectador y los prisioneros … La imagen sigue siendo un testimonio duradero del tipo de infierno en la tierra que solamente los humanos pueden crear (Brown, citado en Campbell, 2002a, p. 4).

Como esta, hay otras imágenes más que fueron tomadas por otros reporteros y soldados durante la liberación de Auschwitz-Birkenau, en enero de 1945, en las que se muestran grupos de judíos en composiciones similares, todos en malas condiciones, posando detrás de cercas de alambre (pero ya no solo hombres como la anterior, sino que incluyen a mujeres y niños), las mismas que han sido utilizadas para enmarcar la narrativa general de la barbarie nazi, y que a diferencia de la citada foto de Bourke-White su iconicidad deriva de su referencialidad muda, ya que son imágenes que desde su realización proporcionaron poca información referencial pues no se sabe quién tomó esas fotos y quiénes eran las personas allí fotografiadas, enfatizando con esto su carácter simbólico: el de ser íconos de la atrocidad (Zelizer, 1998, pp. 86-140).

Pero, ¿por qué decimos que una imagen puede ser icónica? Dice la historiadora cultural Brink que el término ícono se usa frecuentemente sin que tengamos una idea precisa de qué es lo que transforma, por ejemplo, una fotografía en un ícono (Brink, 2000, p. 136). En su análisis sobre algunas fotografías de la liberación de los campos de concentración nazis, Brink plantea que, si bien estas fotos no son íconos en un sentido estricto de la palabra, se las mira como si lo fueran debido a su alto impacto emocional y a su gran poder de simbolización (p. 141). Por eso, Brink propone relacionar dicho concepto con su marco histórico y con las imágenes religiosas de la ortodoxia cristiana con el fin de hallar las analogías que se pueden encontrar entre las imágenes del presente y las que nos vienen de otros tiempos de la historia (pp. 139-142). Una analogía –entre una foto y un ícono– que, según ella, puede resultar extraña por cuanto hoy hacemos esta relación en un marco político, educativo y cultural que no es el contexto religioso que inicialmente les otorgó vida a las imágenes de culto (p. 142). Brink retoma el término de “íconos seculares”, acuñado por la historiadora de la fotografía Vicki Goldberg, y con el cual esta última se refiere a aquellas imágenes que no solo logran inspirar algún grado de asombro, miedo y compasión, sino que “representan una época o sistema de creencias” al permear trasfondos simbólicos compartidos y alcanzar marcos de referencia de amplia difusión y recordación (Goldberg, 1991, p. 135). Y que, por lo mismo, tienen la capacidad de concentrar las esperanzas y temores de millones de personas alrededor de momentos significativos de la historia, de “fenómenos complejos como el poder del espíritu o la destrucción universal” (p. 135).

En su libro Remembering to forget. Holocaust memory through the camera’s eye (1998), la reconocida teórica visual Zelizer plantea que las fotografías de los campos de concentración jugaron un papel primordial, no solo porque proporcionaron la prueba reina de la barbarie cometida por los nazis, sino porque fueron consideradas bajo un significado cultural más amplio que desbordó su mera función referencial: se constituyeron en símbolos universales de la atrocidad, lo cual produjo una alta repercusión en los públicos que se exponían a estas imágenes y se apropiaban de ellas (pp. 86-140). En este contexto, señala Zelizer, la memoria del Holocausto suele operar como un evento retrospectivo, un telón de fondo que pre-visualiza las fotografías de otras atrocidades por venir por parte de los medios, al menos de tres maneras diferentes, pero articuladas entre sí. La primera, es mediante el concurso de poderosas palabras que rodean las imágenes. La segunda, es por medio del uso de imágenes paralelas que vuelven sobre el evento inicial, o persisten en él, en virtud de su estética familiar y repetida. Y la tercera, es a través de un patrón de representaciones sustitutas –no solo visuales, sino verbales y textuales– que se extienden desde la poderosa iconicidad del evento “original” hasta el presente, colapsando de esta forma la distancia entre el ayer y el hoy, en un juego de la memoria en que el presente se extiende y se cierra en el pasado y viceversa (Zelizer, 1998, pp. 221-226).

El primero de estos usos (Figura 2), en que las palabras guían al lector a través de las imágenes, se puede constatar en el siguiente editorial de El Espectador publicado el 9 de octubre de 2000, a propósito de las condiciones de cautiverio de los soldados y policías a manos de las farc. Titulado “Los campos de concentración de las Farc”, el editorial remarca la incredulidad de estar frente a un episodio inédito de la guerra interna en Colombia que, al desbordar los límites de lo conocido, apenas si se puede comparar con los lugares donde el nazismo promulgó la crueldad extrema:

Al país entero le entristecieron las crudas imágenes transmitidas por el Canal Caracol de los campos de concentración que tienen las farc en medio de la selva, para recluir militares y policías capturados en combate. Produce inmenso dolor ver la situación injusta de inmovilidad a la que están sometidos por un grupo subversivo que se abroga el poder de aprisionar a unos servidores públicos, cuya única falta ha sido la de cumplir con su deber de defender a la sociedad. El episodio rememora las épocas nefastas del nazismo y el caso más reciente de Serbia.

Ciertamente, los calificativos de “monstruos”, de “infamia” y de “indignidad”, con que altos mandos estatales se refirieron a esta faceta relativamente desconocida de nuestra guerra, reflejan la ignominia de un grupo que no respeta derecho ni sentimiento alguno ….

Este nuevo drama que enfrenta nuestro pueblo pone de presente que el límite entre la realidad y la fantasía en Colombia es cada vez más borroso (“Los campos de concentración”, 2000, p. 2A).

¿Qué decir de los otros dos usos de la memoria de los campos de la muerte –las imágenes paralelas y las representaciones sustitutas– para referirse al episodio mencionado? En la Figura 3, una foto publicada por El Tiempo el 11 de octubre de 2000, vemos a un hombre erguido con traje militar y con fusil al hombro mirando hacia un lugar no definido justo en frente de dónde se encuentra. Delante de él, cinco hombres posan encerrados dentro de una malla levantada con anjeo y alambre. Cuatro de ellos lo están mirando, prestándole atención (uno de ellos es apenas visible), mientras el quinto, en el extremo derecho del recuadro, dirige su mirada al sitio donde el que está afuera de la valla parece concentrado. El pie de foto informa que ese hombre que aparece en plano americano es “Granobles”, hermano del “Mono Jojoy”, y que los demás son los soldados y policías que permanecen cautivos en poder de las farc. El texto remata diciendo que “las condiciones en que fueron exhibidos generó repudio, pues las imágenes son similares a los campos de concentración de la II Guerra Mundial” (“Se agita el tema del canje”, 2000, pp. 1-2).

En las otras dos imágenes (Figuras 4 y 5) se observa algo similar. En una de ellas, publicada por El Espectador el 10 de octubre de 2000, vemos los perfiles borrosos de varios hombres que permanecen de pie, todos detrás de una cerca de alambre de la que incluso se pueden detallar las púas y los pequeños círculos del anjeo que conforman el encierro (“Canje vuelve al Congreso”, 2000, p. 3A). Y en la otra, publicada por El Colombiano, el pie de foto retoma una vez más lo que se leía en la primera: “Como un campo de concentración fue calificado por diversos sectores el lugar donde se encuentran ‘recluidos’ los militares que están en poder de las farc” (“Abandonados a su suerte”, 2000, p. 3A). Allí se advierten las figuras imprecisas de varios hombres a los que la cámara enfoca más de cerca y de quienes se puede vislumbrar sus ropas ya gastadas –llevan varios años padeciendo en cautiverio– y sus cortes rapados de cabello.

Estas no son fotografías originales, sino instantáneas tomadas de una pantalla de video que actuó como proveedor de dichas escenas. Cada una de ellas corresponde a diferentes fragmentos –son cuadros congelados– de una secuencia narrativa más extensa que recorre el citado reportaje televisivo sobre los policías y militares en sus circunstancias de cautiverio. De ahí la ausencia de nitidez de las imágenes y de ahí también la singularidad del momento que allí se muestra, algo que nos recuerda las palabras del escritor alemán del siglo dieciocho, Lessing (1960), cuando en su ensayo sobre la escultura del sacerdote troyano Laocoonte y sus hijos, atacados por dos serpientes marinas, argumentaba que la pintura –la imagen fija en nuestro caso–, “obligada a representar lo coexistente, no puede elegir sino un instante de la acción y debe, por consiguiente, escoger el más fecundo, el que mejor dé a comprender el instante que precede y el que sigue” (p. 100). Porque es justo ese momento congelado de la acción, son esas fotos detenidas en el punto preciso de un evento dramático y con las cuales se exhibe a los soldados y policías detrás de la alambrada, lo que nos transporta a la memoria de los campos, en un viaje que acontece, no solo porque estas imágenes reproducen la “estética” amenazante del exterminio de los judíos en los campos, sino porque le permiten a los medios y los periodistas enmarcar los actos de la crueldad contemporánea en conjunción –y superposición– con aquellos que nos vienen de un pasado atroz (Zelizer, 1998, pp. 220-238).

Utilizadas como telón de fondo de informes especiales y reportajes, o como marcos para explicar otros eventos relacionados con el conflicto armado en el país, estas plantillas de los campos de concentración alemanes no quedarán circunscritas al episodio del cautiverio anteriormente señalado, pues se volverán a repetir para narrar eventos posteriores. Una de estas reapariciones se encuentra en un reportaje de la periodista Diana Carolina Durán publicado por el diario El Espectador el 6 de julio de 2008, cuatro días después de la ‘Operación Jaque’, el operativo militar con que el Ejército colombiano rescató el 2 de julio de ese año a quince rehenes que estaban en poder de las farc, entre ellos a la líder política Íngrid Betancourt (secuestrada en marzo de 2002), tres contratistas estadounidenses que asesoraban al ejército colombiano (secuestrados en marzo de 2003), siete militares y cuatro policías (capturados en combate luego de las tomas guerrilleras a las poblaciones de La Uribe, Miraflores, Mitú y El Billar, entre 1998 y 1999). Titulado “Dejando esos campos atrás”, el informe hace una comparación explícita entre la experiencia sufrida por el escritor italiano Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, y los padecimientos soportados por los rehenes colombianos en las selvas del país.6 De principio a fin, el texto establece la semejanza entre ambas situaciones, el parecido entre ambos tiempos de la historia, entre el genocidio del pasado y la crueldad del presente:

“Por primera vez nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa …, una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse”. Con estas líneas, el escritor italiano Primo Levi intentó transmitir todo el horror que soportaron los judíos cuando estuvieron confinados en campos de concentración, establecidos por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial ….

Sin embargo, testimonios como el suyo y de tantos otros sobrevivientes del exterminio judío no fueron suficientes para evitar que los campos de concentración continuaran siendo una realidad, al menos en Colombia. Las cartas desde la selva así lo han dejado ver por años. Declaraciones de hombres como el canciller Fernando Araujo y el policía Frank Pinchao también lo demuestran. Y ahora, luego del rescate de Íngrid Betancourt, los tres estadounidenses y los 11 miembros de la Fuerza Pública, se hace evidente que éste es un tema que no se puede relegar al olvido …

El escritor Primo Levi recordaba en su libro Si esto es un hombre, una de sus obras más reconocidas por su valor testimonial sobre Auschwitz, las “incomodidades, los golpes, el frío, la sed y la incertidumbre del mañana” que él y millones de judíos aguantaron en sus años de encierro. Para estos secuestrados, las frases de Levi no distaban de su realidad. “El Mono Jojoy llegó al campamento como a los 15 días de la toma. Nos dijo que nosotros estábamos ahí para un canje, pero que, si se presentaba un combate, vivos no nos dejaban”, le dijo el sargento Romero a El Espectador en su primer dialogo con los medios …

Levi contaba que los alemanes les habían prohibido tocar o sentarse sobre las literas. En el caso colombiano, no había literas. Las camas eran tablas de madera, o el mismo suelo si les había tocado improvisar un sitio para pernoctar. Su cobija era una sábana que tenían desde el comienzo de su cautiverio, pero que no era suficiente para repeler el frío de la selva o el ataque de los zancudos o los tábanos. “Había muchas chuchas mantequeras (ratas de campo) y serpientes. Tocaba dejar las botas bien paraditas para que los animales no se metieran …”, narra el cabo José Miguel Arteaga.

Los guerrilleros, si querían, podían llegar a ser muy crueles. Cuentan los secuestrados que hombres como alias Gafas, uno de los insurgentes detenidos en la ‘Operación Jaque’, los obligaba a estar encadenados las 24 horas …

Los campos de concentración se acabaron para estos rehenes en 2004. Pero no por voluntad de la guerrilla, sino por las acciones del Plan Patriota (Durán, 2008, pp. 22-23).

El informe está ilustrado con dos fotografías. Una de ellas (Figura 6) revive aquel episodio de octubre de 2000 cuando el país conoció las dramáticas imágenes de los policías y militares rehenes de las farc. En ella se ve el perfil completo del periodista Jorge Enrique Botero justo en frente de donde estos hombres permanecen recluidos: “los campos de concentración colombianos”, según se lee en el pie de foto7 (Durán, 2008, pp. 22-23). Retomando a Zelizer, aquí son las palabras las que les proporcionan contextos conocidos a las imágenes, y son las palabras y las imágenes en conjunto las que convidan al lector a construir asociaciones entre dos eventos distantes en el tiempo y en la magnitud de sus alcances (la empresa de exterminio nazi que significó la limpieza étnica de una inmensa población, el primero; la retención de militares y el secuestro de civiles y como prácticas deleznables de guerra y métodos inhumanos de chantaje para obtener réditos políticos, el segundo), en un entrecruzamiento de actores, hechos, temporalidades y situaciones que invita a preguntar ¿qué tipo de interpretaciones se configuran cuando accedemos a una historia que hace referencia a otra que contiene una carga emocional monumental? Porque con la igualación de ambas atrocidades, ¿no es acaso la memoria del Holocausto la que termina gobernando el juicio determinante sobre la crueldad humana, en este caso sobre la crueldad de las farc?

Política de las imágenes y “plantillas de medios”

Ahora bien, el hecho de que la difusión de las imágenes dramáticas extraídas a porciones del reportaje de Jorge Enrique Botero fuera objeto de interés público y recibiera amplia atención por parte políticos, periodistas y comentaristas que no dudaron en calificarlas como “repugnantes”, “aterradoras”, “infames” e “indolentes”, plantea un asunto interesante en torno a las respuestas que estas suscitaron, al menos en el personal de los medios, tal y como hemos señalado. Parafraseando a Sontag, la posibilidad de que una imagen por sí sola pueda provocar una reacción particular allí donde no existe un espacio político propicio para hacerlo, no solo es algo exagerado, sino ingenuo, puesto que es la política –y no el marco de la foto– lo que hace hablar a las imágenes, les otorga un nombre, les proporciona un cauce de acción (Sontag, 1996, p. 28; 2003, pp.18-20). No obstante, aquí valdría la pena preguntar: ¿Tuvieron algo qué decir estas imágenes de los soldados y militares cautivos por las farc más allá de ser un registro visual, un acompañamiento de los relatos verbales e informes textuales de los medios? Para abordar este interrogante es necesario retomar algunas ideas esbozadas por Zelizer (1998) a propósito de la memoria visual de la Segunda Guerra Mundial. Para ella, la consecuencia más evidente de acudir a una serie de términos visuales –y verbales– familiares del pasado atroz de una sociedad (campos de concentración, Holocausto) aplicados a nuevos contextos de atrocidad, tiene que ver con que esto reduce las resonancias del término original y niega la complejidad del nuevo evento al que el término se refiere, ya que si bien las continuas referencias al pasado de barbarie sirven para mantener la barbarie en la imaginación pública también la pueden adormecer al confundir la representación con la responsabilidad (pp. 213-239).

¿Por qué? Porque a diferencia, por ejemplo, de las fotos iniciales de los campos de concentración, las representaciones contemporáneas del horror se despliegan alrededor de unos medios de comunicación que circulan en un contexto que difiere al de aquellos días en que veíamos poco o nada de la violencia depravada. De ahí que, según Zelizer, una imagen icónica como la fotografía tomada por Margaret Bourke-White de los prisioneros judíos detrás de la cerca de púas en Buchenwald, en abril de 1945, puede hoy caber fácilmente dentro de una narrativa que el espectador reconoce sin mayor desconcierto, y a la cual está tan acostumbrado que puede llevarlo a la indiferencia, puesto que entre más estamos familiarizados con las imágenes de atrocidad más débiles son nuestras respuestas éticas y morales frente a la situación que las produce (Zelizer, 1998, pp. 213-220).

La tesis de Zelizer (1998) es que nuestra habituación moral a la violencia puede venir de un uso excesivo de las imágenes de atrocidad que neutraliza las contestaciones por venir: vemos más, pero hacemos menos. Para ella, este reciclamiento de imágenes del pasado tendría, por tanto, una consecuencia mayor: socava nuestra atención frente a los casos contemporáneos de brutalidad, descontándolos como algo que ya hemos visto antes, en un movimiento de la memoria en el que la estética de las representaciones tempranas es reproducida sin la insistencia en la acción colectiva que estaba implícita en las fotografías iniciales (pp. 202-210). De modo que, siguiendo a Zelizer, cuando nos enfrentamos a las imágenes de los campos de prisioneros de Omarska y Trnopolje, allá en Bosnia en 1992, o cuando presenciamos las de los militares y policías en Colombia, que recurren, unas y otras, a la memoria del Holocausto, estamos invocando más los asuntos del pasado que respondiendo a las situaciones del presente.8

Precisamente en Sobre la fotografía (1996), Sontag, una de las intelectuales más acuciosas en sostener una actitud crítica hacia las imágenes, insistía en que la exhibición repetida de fotografías de dolor ha hecho más por anestesiar las conciencias que por despertarlas, ya que “el impacto ante las atrocidades fotografiadas se desgasta con la repetición” (p. 30). Sontag advertía que cuando los espectadores se enfrentan a imágenes de eventos dolorosos que contienen una fuerte carga emocional, por lo general siguen la ruta que conduce de la perturbación a la fascinación, luego al acostumbramiento y finalmente a la indiferencia o la impotencia. Un asunto que apunta a la “apariencia de participación” (p. 20) que fomenta la fotografía, situación que, por una parte, posibilita que un acontecimiento conocido mediante imágenes adquiera más realidad de la que jamás hubiera soñado, pero, por la otra, produce un efecto contrario: de tanto reiterarse, ese acontecimiento se desgasta, pierde realidad, deja de ser auténtico (pp. 20-21).

Preguntar, por tanto, si las imágenes tantas veces repetidas sobre las condiciones de cautiverio de los soldados y militares retenidos por las farc revivieron algo más que un evento de la memoria contemporánea, es un interrogante pertinente. Precisamente a esto se refiere la académica Kitzinger (2000) en su trabajo acerca de cómo algunos episodios del pasado sobreviven a su existencia original y se convierten en una especie de letanía que da forma a narrativas, imágenes y debates sobre asuntos del presente. Kitzinger acuña el concepto de media templates, un término que se refiere a los modos en que algunos eventos emblemáticos del ayer son usados por los medios de comunicación y los periodistas como una “taquigrafía retórica” con la cual otorgan sentido a nuevas historias y orientan la discusión pública no solo sobre el pasado, sino acerca del presente y el futuro, lo cual tiene repercusiones en la esfera pública y en los modos en que los eventos serán recordados, durante cuánto tiempo y con qué propósitos (p. 61). Para Kitzinger las “plantillas de medios” (media templates), son eventos clave que tienen una vida útil que se extiende más allá de su terminación; de hecho, dice ella, estas se caracterizan por un uso retrospectivo ya que cuando las plantillas se apropian de un evento, estas adquieren continuidad después de las situaciones ocurridas, son utilizadas para comparar, explicar y ofrecer pruebas irrefutables de los hechos en curso, permitiéndoles a los periodistas, editorialistas y comentaristas anclar el sentido primario a un acontecimiento o darlo por sentado, antes de que este sea objeto de múltiples interpretaciones (p. 76). Más que como “ventanas”, estas operan como “moldes” –faros– con los cuales el personal de los medios acostumbra establecer el curso inquebrantable de los hechos, proponiéndole al público analogías, suposiciones o conclusiones con el mínimo de análisis (p. 78).

Acudir a la noción de media templates es oportuna porque además conduce a una advertencia que señalan los historiadores: que los registros de los eventos del pasado no son actos inofensivos de la memoria, pues, como señala Burke (2000), “dichos registros no son concreciones inocentes de recuerdos, sino más bien intentos de persuadir, de moldear la memoria de los demás” (p. 70). Un asunto que para el episodio de los llamados “campos de concentración de las farc” es importante, por al menos dos razones que podrían orientar futuras investigaciones en torno al tema. En primer lugar, hay que recordar que si bien el marco inicial del reportaje de Botero invitaba a ejercer una lectura dominante (Morley, 1996) vinculada a los significados propuestos por las farc, pues con ellas se demostraba el poder militar de esta organización armada, se ofrecían pruebas de supervivencia de los uniformados y, por esa vía, se instaba al gobierno del presidente Pastrana (1998-2002) a la realización de un acuerdo político en torno a un intercambio humanitario, estas imágenes pronto se salieron del código inicialmente establecido por el reportaje –mostrar las condiciones de cautiverio y abandono de los policías y soldados– y terminaron haciendo parte de un circuito de producción y circulación de informaciones, opiniones e imágenes en el que, como hemos visto, la repugnancia hacia estas prácticas inhumanas de guerra fue manifiestamente explícita en los marcos visuales e informativos de periodistas, comentaristas y medios.

De ahí que la referencia al pasado del Holocausto como un esquema para enmarcar un genocidio monumental de carácter histórico que se relaciona con una confrontación de índole local no necesariamente transite por los caminos que propone Zelizer: recordar una historia del pasado para olvidar un acontecimiento del presente frente al cual deshacemos nuestra capacidad de responder (Zelizer, 1998, p. 221). Este uso reciclado del pasado de los campos podría leerse como parte de un proceso narrativo de mayor envergadura sobre la representación de la atrocidad en Colombia. Pues si bien dicha atrocidad no empezó con los episodios aquí analizados, estos han ayudado a reforzarla a través de una narrativa del secuestro9 que ha contribuido a enfatizar la idea sobre la deshumanización de las farc y, por ende, a construir una representación de sus comandantes, asimilados, también ellos, a la cruenta historia de los criminales de guerra, lo cual no es un dato insignificante a la hora de pensar cómo los colombianos recordaremos la barbarie, a reconsiderar qué tipo de barbaries nos llamaron más la atención, en detrimento de otras menos rememoradas y más banalizadas, o a reflexionar sobre el rol que estas imágenes tuvieron en lo que el historiador y analista de medios, López denomina “las narrativas patrióticas del odio” (López, 2014).

En segundo lugar, estas imágenes aludían a un episodio relativamente inédito dentro de las prácticas de la atrocidad en Colombia. Retomando las palabras del citado editorial de El Espectador (“Los campos de concentración de las Farc”, 2008), lo que a este le llamaba la atención era el “nuevo drama” que exponían las imágenes de los soldados y policías retenidos por las farc, ese límite entre la “realidad y la fantasía” al que nos transportaban sus escenas. Porque al revelar el carácter increíble del evento, a donde las imágenes de estos campamentos apuntaban fue una especie de plantilla desconocida del mal, al menos en Colombia: estas se erigieron en pruebas antes no vistas de la infamia, por lo que su comparación con el Holocausto se constituyó en un marco determinante sobre la crueldad de las farc. De ahí su carácter aterrador y su constante reiteración en tanto marcadores simbólicos de la atrocidad. Lo inédito de las imágenes de los soldados y militares cautivos de las farc era precisamente la posibilidad de comparar su iconografía con la de los campos de concentración nazi, ese episodio de la historia considerado como la manifestación del “mal radical” (Arendt, 2012).

A manera de cierre

La importancia de retornar a un episodio como el aquí examinado es útil porque plantea que en los estudios sobre los medios de comunicación y la memoria el deber de recordar, debatir y darle legibilidad a los asuntos de la guerra, de regresar a ellos para ver cosas que en su momento no vimos o no les prestamos la suficiente atención, implica también hacerlo a través de las imágenes (Huyssen, 2009). Hacer referencia a un pasado ubicuo de gran significación con el fin de encauzar episodios del presente y capitalizar el drama humano es algo que nos habla sobre cómo las narrativas y las imágenes de los medios se constituyen en vehículos con capacidad para orientar la memoria no solo del pasado, sino también del presente y el futuro (Schudson, 2014).

En nuestro caso, habrá que estudiar qué impactos tuvieron estos modos de enmarcar un episodio de la barbarie de nuestra guerra interna: si deshabilitaron una respuesta pública ante la misma, fomentaron el odio hacia las farc, o hicieron parte de un espacio político propicio para decirle ¡no a la guerra! Pero, sobre todo, habrá que imaginar cómo podríamos desarrollar formas dignificantes de representación de nuestro pasado reciente, ahora que el país procura avanzar por caminos diferentes.

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1 Universidad eafit, Colombia.

Correo electrónico: jbonilla@eafit.edu.co

Fecha de recepción: 21/06/17. Aceptación: 16/10/17.

2 Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo, farc-ep, fue la guerrilla más antigua del continente americano. Surgida en 1964 como un movimiento de autodefensa campesina que reivindicaba el acceso a las tierras y la lucha contra el establecimiento, esta luego se transformó en una organización armada con presencia en la mayor parte del territorio nacional. El periodo del que hacen parte estas imágenes corresponde al de mayor auge militar de esta guerrilla en su intento por transformar su lucha armada de una guerra de guerrillas a una guerra de territorios, lo que significó un incremento de su confrontación bélica con las fuerzas militares y de policía del Estado colombiano. Luego de 52 años de insurrección armada y de tres procesos de paz fallidos (1984-1985; 1992; 1999-2002), las farc firmaron la paz con el gobierno del presidente Juan Manuel Santos en octubre de 2016, después de cuatro años de negociaciones en la Habana, Cuba. En junio de 2017 dejaron de existir como organización armada. Véase: Grupo de Memoria Histórica (2013), Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (2015).

3 En el momento de escribir de este artículo ya se había finalizado el proceso de entrega de armas de esta guerrilla ante delegados de la onu, pero seguía en vilo el retorno de los guerrilleros a la vida civil y todavía no había comenzado a implementarse el sistema de justicia transicional –Justicia Especial para la Paz– para juzgar los crímenes cometidos por los actores del conflicto armado interno, las farc entre ellos.

4 Acciones de guerra que le significaron a las farc sendos triunfos militares contra las fuerzas armadas y policiales del Estado. Estas comenzaron con el ataque a la base militar de Las Delicias, ubicada en el municipio de Puerto Leguízamo, Putumayo, el 30 de agosto de 1996, en donde murieron 27 militares y otros 60 fueron retenidos hasta junio de 1997 cuando fueron liberados ante una comisión de la Cruz Roja Internacional en el Departamento del Caquetá. A esta le siguieron varias acciones de guerra más: la toma al cerro Patascoy, en límites entre Nariño y Putumayo, donde fueron cautivos 18 militares, el 21 de diciembre de 1997; el combate con unidades del Ejército en la quebrada El Billar, en zona rural de Cartagena del Chairá, Caquetá, donde murieron 61 militares y otros 43 fueron retenidos, el 1 de marzo de 1998; el ataque a las instalaciones donde funcionaba la base antinarcóticos de la Policía Nacional y un batallón del Ejército en el municipio de Miraflores, Guaviare, de donde fueron capturados 73 integrantes del Ejército y 56 de la Policía, el 3 de agosto de 1998; la toma de Mitú, capital del departamento del Vaupés, donde 61 miembros de la Fuerza Pública, entre policías y auxiliares, fueron tomados prisioneros el 1 de noviembre de 1998; y el ataque al comando de policía del municipio de Puerto Rico, Meta, donde las farc retuvieron a 28 policías el 10 de julio de 1999, entre otras. La mayoría de los militares y policías cautivos en estas incursiones armadas fueron liberados en junio de 2001, en el marco del fallido proceso de paz entre el gobierno del presidente Pastrana y las farc. Allí estas últimas liberaron 250 policías y soldados sin rango, pero mantuvieron retenidos a 54 oficiales y suboficiales, 32 del Ejército y 22 de la Policía.

5 El reportaje completo se puede consultar en la siguiente dirección electrónica: https://www.youtube.com/watch?v=UV33PeL51ik

6 En enero de 2008, el entonces presidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) viajó a Paris para reunirse con el presidente Nicolás Sarkozy con el fin de gestionar los asuntos correspondientes a un intercambio humanitario que por esa época se estaba adelantado con las farc y que significaría el retorno de Íngrid Betancourt a la libertad. En una de sus declaraciones a la radio francesa Europe 1, el presidente Uribe insistía en que los rehenes de las farc estaban sufriendo “tanto como los judíos en los campos de concentración de Hitler”. Véase: “Uribe recibió apoyo de Sarkozy” (2008).

7 Esta misma foto reaparecerá años después, en agosto de 2013, ilustrando otro informe sobre la crueldad infligida por las farc durante las épocas en que practicaron el secuestro, esta vez elaborado por el periodista Juan David Laverde. Titulado “El infierno de las Farc”, el pie de foto dice: “El periodista Jorge Enrique Botero documentó las condiciones infrahumanas en las que las farc mantenía a los secuestrados ‘canjeables’ (El Espectador, 17 de agosto de 2013).

8 Recientemente Zelizer (2016) ha centrado su análisis en la forma en que el periodismo estadounidense ha respondido al terrorismo del Estado Islámico acudiendo a la memoria profunda de la Guerra Fría, un asunto que ha llevado a los medios de ese país a utilizar una serie de patrones narrativos –las imágenes incluidas–, códigos de conducta informativa y marcos ideológicos y culturales provenientes de la cobertura de la llamada “guerra invisible” entre las dos potencias mundiales, Estados Unidos y la otrora Unión Soviética.

9 Hablamos de una práctica criminal que, como la del secuestro, ha sido documentada no solo por las imágenes o por los informes de las instituciones del Estado, ongs o los medios de comunicación, sino por la industria cultural del libro que, a través de los relatos de primera mano de los secuestrados que huyeron, fueron liberados por las Farc o rescatados por las fuerzas militares, configuró una suerte de género testimonial sobre el secuestro con una fuerte inclinación por el detalle de las vivencias y la verdad íntima del relato. Una narrativa cuyo examen en el ámbito académico ha girado más en torno a la “calidad” analítica y la “factura” literaria del género testimonial que en sus repercusiones en la memoria reciente del país en torno a los dramas de la guerra, a los modos en que la tragedia será recordada.