Resumen:

Este artículo describe el proceso de creación del símbolo de los ojos sangrantes en las protestas de Chile en octubre de 2019, cuando cientos de personas terminaron con daños oculares por balines disparados por la policía. Este momento de producción simbólica ha sido poco estudiado en el campo de la comunicación política. Se incorporan conceptos de la tradición culturalista de los estudios de movimientos sociales y se ofrece una observación etnográfica de las protestas que dieron lugar al símbolo.

Resumo:

Este artigo descreve o processo de criação do símbolo dos olhos sangrando nos protestos no Chile em outubro de 2019, quando centenas de pessoas ficaram feridas nos olhos por balas disparadas pela polícia. Esse momento de produção simbólica tem sido pouco estudado no campo da comunicação política. Conceitos da tradição culturalista dos estudos de movimentos sociais são incorporados e é oferecida uma observação etnográfica dos protestos que deram origem ao símbolo.

Palabras clave:
    • Producción simbólica;
    • alineación de encuadre;
    • movimientos sociales;
    • resonancia cultural;
    • trauma ocular.
Palavras-chave:
    • Produção simbólica;
    • alinhamento de molduras;
    • movimentos sociais;
    • ressonância cultural;
    • trauma ocular.

Introducción

El Hospital del Salvador es el recinto público de salud más cercano a la Plaza Baquedano de Santiago de Chile, donde se concentraron las mayores y más recurrentes protestas de la revuelta social de 2019. Entre el 18 de octubre y el 30 de noviembre de ese año llegaron hasta su Unidad de Trauma Ocular 259 personas cuyos ojos habían sido penetrados por pequeños perdigones o balines lanzados por la policía que reprimía las protestas en Plaza Baquedano. En la mitad de esos casos, los balines habían causado discapacidad visual grave o ceguera total y, en el trece por ciento, la decisión médica fue la evisceración de los globos oculares (Rodríguez et al., 2021). Si bien no hay cifras tan sistematizadas como las del Hospital del Salvador, esta situación se repitió en todo el país y se extendió más allá del 30 de noviembre. La revuelta, que comenzó con protestas en Santiago el 18 de octubre y se amplió a todas las ciudades en cosa de horas, dejaba un inédito legado de horror: manifestantes civiles cegados por la policía.

Este artículo describe cómo los manifestantes en las calles forjaron el símbolo de los ojos sangrantes para denunciar esta situación. Se basa en una observación participante de las protestas realizadas en el marco de la ebullición social que comenzó en Chile el 18 de octubre de 2019 y cuyas más diversas manifestaciones se extendieron hasta marzo de 2020, cuando la emergencia del covid-19 hacía riesgosas las reuniones masivas. El material aquí incluido corresponde al período comprendido entre la primera semana de protestas hasta mediados de noviembre, cuando el símbolo ya estaba consolidado. El artículo busca contribuir al campo de la comunicación política, en tanto permite comprender el surgimiento de un recurso simbólico que luego queda a disposición de quienes ejercen o disputan el poder. Su marco de referencia conceptual se articula desde la perspectiva “culturalista” del estudio de movimientos sociales (McAdam, 1994; Melucci, 1985; Polletta, 2008) y desde allí se concluye que el símbolo de los ojos sangrantes se forjó a partir de tres elementos: “conmensurabilidad experiencial”, “credibilidad empírica” y “fidelidad narrativa” (Benford & Snow, 2000; Snow et al., 1986).

En la próxima sección se presenta una revisión de los estudios que han abordado la protesta y los movimientos sociales en el campo de la comunicación. Estos se agrupan en aquellos que estudian su representación en los medios de prensa y los que indagan en su relación con las redes sociales de Internet. De allí se concluye que hay un vacío en el campo en lo referente al momento de la creación de los símbolos con que un movimiento despliega su comunicación política. Luego se presentan los elementos más característicos de la “perspectiva culturalista” de los estudios de movimientos sociales, la que releva la importancia y complejidades de la producción simbólica de estos colectivos. El apartado de metodología describe la observación etnográfica realizada en Santiago de Chile entre octubre y noviembre de 2019, con énfasis en la reflexión propia y colectiva sobre cómo investigar en un contexto de agitación social. La narración del caso se lleva a cabo a partir de una mezcla de notas de campo y literatura relevante que provee los conceptos para organizar el material. El artículo tiene un fuerte énfasis descriptivo, pero concluye sugiriendo avenidas de reflexión y futuras investigaciones para el campo.

Protesta y comunicación: lucha de encuadres y acción conectiva

La producción simbólica de los movimientos sociales y de protesta ha sido poco investigada en el campo de la comunicación. La preocupación de estos estudios se ha concentrado más bien en conocer la cobertura de prensa sobre estos fenómenos con una mirada deudora de las nociones de encuadre periodístico y la de paradigma de protesta. Una segunda línea de investigación se ha preocupado por el impacto de las redes sociales virtuales en la conformación y funcionamiento de un movimiento. Aquí es central la noción de acción conectiva, que enfatiza el rol de las redes sociales como estructurantes de las organizaciones. Esta sección revisa dichos estudios y los agrupa en torno a estas dos preocupaciones.

La hipótesis del paradigma de protesta asume que los medios de comunicación actúan como agentes de control social frente a grupos desafiantes. Esto resultaría en un patrón de cobertura en que “mientras más un grupo se desvía del status quo, más probable es que los medios actúen marginalizándolo o anulándolo” (Boyle et al., 2005, p. 639). Un concepto central para observar estas dinámicas entre movimientos sociales y medios de comunicación es el de encuadre periodístico, específicamente el acuñado por Entman (2003) refiriéndose a cómo los actores sociales “seleccionan y destacan algunos aspectos de los acontecimientos o temas y hacen conexiones entre ellos de manera que promueven una particular interpretación, evaluación o solución” (p. 417).

Por muy aceptada que esté la tesis del paradigma de protesta, los movimientos sociales deben buscar la atención de los medios ya que esta impacta en el apoyo ciudadano a sus demandas (Corrigall-Brown & Wilkes, 2014; Brown & Mourão, 2021). El tamaño de la convocatoria y la disrupción que causen son dos predictores importantes de aparición (Wilkes et al., 2010; Wouters, 2013; Wouters & Van Camp, 2017). Y la cobertura efectivamente puede ser desfavorable (Brown & Harlow, 2019), lo que se explica por factores propios de los medios de comunicación (Cárdenas & Pérez, 2017; Di Cicco, 2010; Hughes & Mellado, 2016; Mellado et al., 2017), pero también por errores de los mismos manifestantes (Wagner, 2008; Waisbord & Peruzzotti, 2009).

La literatura reconoce que los movimientos sociales han sido creativos en su uso de las redes sociales para diseminar sus mensajes (Cárdenas, 2016; Lester & Hutchins, 2009; Smith et al., 2001). Sin embargo, la idea de “acción conectiva” va más allá de solo observar esta relación instrumental. Acuñada por Bennett y Segerberg (2012), esta noción distingue entre los movimientos sociales tradicionales que emergían de sólidas estructuras organizacionales y las nuevas formas en que las redes sociales virtuales constituyen su vertebración misma. La construcción de estas definiciones estuvo claramente influida por la ocurrencia de protestas como las ocupaciones de Wall Street, en Estados Unidos, o el movimiento de los indignados de España, en que las “plataformas tecnológicas y sus aplicaciones toman el rol de las organizaciones políticas establecidas” (p. 742).

Esta lógica de la acción conectiva se verifica en los casos en que la participación en las protestas está mediada por la participación en redes sociales virtuales (Gerbaudo, 2015; Tufekci & Wilson, 2012; Valenzuela et al., 2012). Dicha acción conectiva puede dar lugar a comunicación horizontal y directa (Theocharis, 2013), pero también puede estar determinada por sus desigualdades internas (González-Bailón & Wang, 2016; Larson et al., 2019). Así es como estas redes dan forma a la coordinación y a las disputas internas del movimiento (Neumayer & Stald, 2014) e inciden en el despliegue de sus actividades (Little, 2016). También hay quienes cuestionan la primacía atribuida a las redes, ya que se considera que los movimientos sociales aún se benefician de estructuras tradicionales (Ganesh & Stohl, 2013; Grömping & Sinpeng, 2018), o porque la vida offline de sus miembros determina igualmente su tipo de participación (Mercea, 2012).

Movimientos sociales y su producción simbólica: de transgresión y reproducción

Cualesquiera que sean sus demandas, los movimientos sociales deben producir símbolos para comunicar su interpretación de la realidad. Como se vio en la sección anterior, este proceso de producción simbólica no ha estado dentro de las preocupaciones primordiales de la investigación en comunicación política. Por eso es necesario visitar los estudios sobre este tipo de movimientos en otras disciplinas que han profundizado hace décadas en las complejidades que estos enfrentan. De allí se puede concluir que la producción de símbolos requiere transgredir las estructuras simbólicas presentes en una comunidad, pero al mismo tiempo respetarlas de manera que sus innovaciones sean comprensibles para la audiencia. Este equilibrio entre trasgresión y reproducción ha sido debatido en los estudios de los movimientos sociales, especialmente en la denominada “corriente culturalista”, de la que esta sección presenta sus principales aportes conceptuales.

La preocupación por esta dimensión simbólica emerge de lo que una serie de autoras y autores consideró como “limitaciones” de los enfoques dominantes en el estudio de los movimientos sociales. Para Melucci (1985) la emergencia de estos fenómenos no se explica solo por crisis económicas, desintegración social o como expresión de intereses compartidos por un grupo. El autor llama a preguntarse más bien por la constitución de una identidad colectiva basada en una definición compartida del campo de oportunidades que se ofrece para la acción. Para él, los movimientos sociales influyen en la producción simbólica, ya que “afectan el significado de las acciones individuales y los códigos que dan forma a los comportamientos” (p. 810).

Al igual que la configuración del sistema político puede facilitar o dificultar la emergencia de nuevos actores, el inventario de símbolos con que cuenta una comunidad puede dar lugar a “oportunidades culturales” para los movimientos sociales (Benford & Snow, 2000, p. 629). Como Johnston y Klandermans (1995) sostienen, el desafío estriba en que la cultura tiende a estar muy estructurada y estable en el tiempo, mientras que los movimientos sociales son esencialmente transformadores, lo que plantearía una dicotomía. Para Polletta (2006) esta dicotomía es artificial, puesto que la cultura está embebida en todo el proceso de un movimiento: “La gente usa la cultura de manera práctica y creativa para perseguir sus intereses. Pero la cultura también define qué cuenta como práctico y qué cuenta como un interés” (p. 10), observa la autora. Para resolver esta dicotomía, Tarrow (2011) propone comprender el equilibrio entre “desarrollar símbolos dinámicos que pueden ocasionar el cambio y evocar símbolos que les son familiares a quienes están arraigados en sus propias culturas” (p. 147).

Junto con esta conceptualización, la investigación empírica de esta corriente ha dado cuenta de las complejidades y la importancia de la producción simbólica de los movimientos sociales. Los estudios muestran cómo la transgresión y la reproducción se pueden equilibrar virtuosamente para impugnar el orden social (Kowalewski, 1980) y aumentar el alcance movilizador (Ebila & Tripp, 2020; Ibrahim, 2009; Kasanga, 2014). Pero también advierten que al transgredir demasiado los significados preexistentes, se corre el riesgo de que otros actores reinterpreten estas acciones a su conveniencia (Bloomfield & Doolin, 2013; Wagner, 2008; Waisbord & Peruzzotti, 2009). Esto es válido para el lenguaje creado por la protesta callejera (Gasaway Hill, 2018; Günther, 2016), improvisaciones colectivas (McAdam et al., 2001, p. 138) o para subversiones en la vida cotidiana (Jasper, 2010, p. 80). Incluso los valores democráticos (Riisgaard & Thomassen, 2016) pueden reproducirse y transgredirse, como es el caso de la protesta no violenta o la ocupación del espacio público (Moser, 2003; Rovisco, 2017).

Metodología: los riesgos de observar el caos

La sección anterior muestra cómo se ha teorizado la pregunta sobre la producción simbólica de los movimientos sociales desde la perspectiva culturalista que estudia estos fenómenos. Pese a que esos símbolos constituyen la materia prima para construir mensajes de comunicación política, la producción no es una preocupación primordial en ese campo de estudios. Para abordar este vacío, se observaron durante cinco semanas las protestas desatadas en Santiago de Chile a partir del viernes 18 de octubre de 2019, y que incluyeron desde cacerolazos hasta el incendio de estaciones del tren subterráneo de la ciudad. Eso sí, las protestas, aunque inorgánicas, ya se habían iniciado unas tres semanas antes, lideradas por estudiantes secundarios que paralizaron el funcionamiento del metro o que ejecutaron actos de evasión de la tarifa.

Las manifestaciones se dispararon por un alza de 30 pesos chilenos (cuatro por ciento) en el pasaje de la locomoción colectiva de Santiago, decretada a principios de octubre de ese año. Hasta el dieciocho de ese mes, las acciones se habían limitado a afectar la operación del metro, pero desde la tarde de ese viernes se extendieron a toda la ciudad, y a partir del sábado 19 de octubre, a todo Chile. El desorden fue tal ese día, que el gobierno de Sebastián Piñera instruyó a las fuerzas armadas a hacerse cargo del orden público, sin embargo, las protestas no se detuvieron. Desde el lunes se verificaron reuniones aún más masivas en todas las ciudades, iniciándose un estado de protesta permanente hasta marzo de 2020, cuando la pandemia las detuvo.

La pregunta de investigación se planteó de la manera más amplia posible: ¿Cómo comunica una protesta?, es decir, una pregunta subsidiaria de la literatura culturalista en los estudios de los movimientos sociales. No obstante, a medida que se desarrollaron los hechos esta se fue modificando hasta llegar a la siguiente: ¿Cómo la calle produce sus símbolos de comunicación política? Para responder esta última interrogante, se realizó una observación de las manifestaciones en la Plaza Baquedano en Santiago, donde se concentraron las reuniones más grandes y recurrentes. Esta técnica de investigación se ha utilizado antes en el estudio de las protestas y su producción colectiva de símbolos (Sarfati & Chung, 2018). La llamada “etnografía de protesta” permite indagar en cómo los manifestantes significan sus prácticas, incluyendo aspectos emocionales, de experiencia colectiva y formación de solidaridad (Perugorría & Tejerina, 2013; Smolović Jones et al., 2021). El contacto con participantes en protestas permite también capturar elementos del contexto que rodea los acontecimientos observados y comprender su impacto en el sitio de estudio (Danley, 2021). Se puede sacar partido de todos los sentidos, ya que las protestas son un despliegue completo de estímulos sensoriales que de alguna manera los manifestantes hacen converger en sus procesos de significación (Martin & Fernández Trejo, 2017).

Toda observación etnográfica requiere de un ejercicio permanente de autorreflexión que dé cuenta de la manera en que una observadora se relaciona con el mundo social estudiado. Precisamente esta autorreflexión se hizo más evidente en diferentes momentos de esta investigación: En primer lugar, debido a la contingencia, no existía posibilidad de estructurar un diseño de investigación distinto a una observación etnográfica, pues el objeto de estudio podría cambiar día a día. Dicho en simple, en el ambiente reinaba el miedo a que un golpe de Estado terminara drásticamente con las protestas, echando por tierra cualquier estructuración, producción de instrumentos o recolección sistemática de datos. Otro impacto de este contexto fue la reflexión ética sobre investigar en un escenario de alta conflictividad social, buscando no sacar provecho de quienes propiciaban un cambio social exponiendo su integridad física e incluso su vida. No fue fácil, entonces, aproximarse a realizar entrevistas o tomar encuestas que importunaran a quienes estaban protestando, por lo que se buscó observar de manera participante, sin interrumpir, sino que solo sintiendo y viviendo el momento, y tomando notas. A esto se sumó que las universidades iniciaron una reflexión sobre su rol en la sociedad, manifestando deseos genuinos de académicas y académicos de cuestionar las categorías con que se establece la relación con grupos vulnerables. La observación participante con permanente autorreflexión para reducir la “patologización, el paternalismo y la exotificación extractiva” de las y los participantes (Yarbrough, 2020, p. 62), era lo que se podía hacer responsablemente.

Como instrumento para tomar datos se usaron las notas de campo. Se descartaron las fotografías ya que podrían afectar la anonimidad de gente que estaba cometiendo ilícitos. Aunque estos actos fueran legítimos políticamente, un grupo fue perseguido por la justicia, por lo que a pesar de lo cuidadoso que pudiera ser el tratamiento de datos siempre existía una posibilidad de filtración o pérdida que expusiera a los protestantes. También existía un riesgo real de seguridad, por lo que la observación estuvo marcada por el temor tanto a las agresiones de la policía, como a los proyectiles o el fuego iniciado por los manifestantes. Debido a que en esta clase de diseño metodológico el cuerpo de él o la investigador/a es el instrumento de recolección de datos (Turato, 2005, p. 510), la seguridad personal sesga algo los datos presentados. Concretamente, en la Plaza Baquedano se dio una segregación territorial que consagraba su zona nororiente como un lugar más festivo y de conversación, y por lo tanto más seguro, mientras que su sector sur poniente era de enfrentamiento abierto. Considerando la protección personal, muchas de las observaciones se concentran en el sector más seguro.

En la primera semana de observación, como investigador entendí la autorreflexión como algo que podía aportar más “objetividad” a la recolección de datos, pero lentamente esto se fue transformando en un “mirarse a uno mismo” (Davies, 2012, p. 4). Dada la dimensión de la protesta, la preocupación no estuvo en la clásica discusión sobre qué alteraciones causa la presencia del investigador en el escenario de análisis, sino más bien en cómo la intensidad de los hechos terminaba afectando al propio observador. Al inicio intenté mantener distancia con los manifestantes, pero el horror de personas con sus ojos sangrantes y el miedo a que eso me ocurriera, me hizo empatizar con su indignación. Es necesario reconocer que esos límites entre observador y observado se negocian constantemente (Nencel, 2014; Shinozaki, 2012) y que este cambio de posicionalidad dio más relevancia a los elementos afectivos como datos a recopilar y, por ello, estos comenzaron a aparecer más en las notas de campo.

Las siguientes semanas de recolección de datos se transformaron en algo más cercano a lo que Gherardi (2019) ha llamado “etnografía afectiva”. Según la autora, esta tiene lugar cuando el proceso descansa en la “capacidad del cuerpo de la observadora de afectar y ser afectado” (p. 743). El desafío parece más bien convertir esos inputs en datos relevantes para una comunidad de conocimiento, y en este proceso la comparación con la literatura relevante resultó fundamental. Fue allí donde la “toma de datos caótica” comenzó a adquirir forma, estructura y consistencia. De ahí es que aparece que la primera semana puede ser comprendida como un momento de predominio de “master frames” (Benford, 2013) heredados de ciclos de protestas anteriores, que en la segunda semana emergen “emociones morales” (Jasper, 2010) y que de ahí en adelante, víctimas y artistas buscan transmitir “resonancia cultural” (Snow & Benford, 1988).

Construyendo resonancia: El significado antes que el símbolo

En esta sección se muestra un recuento etnográfico de la forma en que se dio la relación entre la protesta emergida a partir del 18 de octubre de 2019 en Santiago y sus formas de comunicar. Se narra desde el caos inicial hasta la consolidación del símbolo de los ojos sangrantes a fines de noviembre. Se puede decir que los participantes de la protesta, primero, produjeron el significado mediante la condensación de su propia experiencia en terreno, informaciones de prensa y aspectos de la cultura popular. Solo una vez que esos elementos estaban consolidados, emergió el símbolo de los ojos sangrantes, especialmente gracias a los reclamos de las víctimas e intervenciones artísticas en espacios públicos. Siguiendo las definiciones de Snow, Benford y otros (Benford & Snow, 2000; Snow & Benford, 1988; Snow et al., 1986), se concluye que el símbolo de los ojos sangrantes sustenta su resonancia en su “credibilidad empírica”, “conmensurabilidad experiencial” y “fidelidad narrativa”.

Del caos al despertar

Al principio era el caos. Llegar a las protestas en los primeros días luego del 19 de octubre e intentar capturar alguna estrategia de comunicación era un esfuerzo vano. Lo que reinaba eran miles de carteles dibujados por cada manifestante, muchos de ellos muy creativos, de entre los cuales se destacaban diferentes versiones del mensaje “son tantas weás (problemas) que no sé qué poner”, o “me falta pancarta pa’ decir todo lo que me enchucha (enoja)”. Había total ausencia de emblemas o símbolos colectivos, ya sea de carácter político o de otra naturaleza. A medida que avanzó la semana, esta falta de símbolos colectivos se fue supliendo gracias a la asistencia de cantantes, barras de fútbol o artistas en general que lograban producir algo que capturara la atención de una multitud. En un momento del martes 22 de octubre a mediodía, en la Plaza Baquedano se encontraron al mismo tiempo cantando Manuel García y Amaro Labra; por otro lado, entraba la Banda Conmoción con una orquesta de bronces tocando cumbia, mientras la histórica barra del club de fútbol Magallanes llegaba con su banda musical, banderas y bengalas. Más allá, un grupo de unas cien personas realizaba una sesión de reiki, y en el piso de cemento de la Plaza, estudiantes de arquitectura habían dibujado planos de planta de viviendas sociales que daban cuenta de su ínfimo tamaño. Más tarde, llegaron las barras de importantes equipos de fútbol sumando más fuegos artificiales, bombos y cánticos de estadio.

A medida que transcurría la semana, dos cánticos lograban coordinar una mínima acción de comunicación. El lunes 21 en la noche, luego del primer fin de semana de protestas, saqueos y violencia en todo el país, el presidente Sebastián Piñera, rodeado de militares, expresó: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso”, sin especificar quién era ese enemigo. Esto llevó a convertir al mandatario en una reencarnación del líder de la dictadura chilena, Augusto Pinochet, según versaban himnos en Plaza Baquedano, como “Piñera, concha de tu madre, asesino, igual que Pinochet”, que se entonaba con un ritmo de canción de estadio, seguido de un viejo cántico de las protestas contra el dictador en los años ´80: “El que no salta es paco” (paco es un término despectivo en Chile para referirse a la policía). Esta coordinación era fugaz, no duraba más de unos pocos minutos y de ahí todos y todas volvían a su cartel. Eran cuerpos que estaban allí por razones que cada uno tampoco comprendía bien.

Al mismo tiempo, esto mostraba la persistencia del “master frame” (Benford, 2013) de la dictadura para interpretar la represión que se estaba ejerciendo, incluyendo la acción militar. Tan fuerte era aún ese encuadre, que circuló el rumor de que se había habilitado un centro de torturas en la estación de metro Baquedano, inmediatamente debajo de la plaza en que se concentraban las protestas. Un rayado de muralla en esa estación decía “Metro Baquedano. Combinación a 1973”. El rumor fue desmentido, pero ejemplifica la persistencia de la experiencia de la dictadura como marco interpretativo para la represión. Este caos se mantuvo toda la semana. Eso sí, cada vez se apreciaba más presencia de barras de fútbol de los equipos más reconocidos de Santiago. Solían llegar en grandes grupos a la Plaza Baquedano con bombos, carteles, banderas y fuegos artificiales. Eran los únicos capaces de generar un acto de comunicación capaz de concitar atención. Siempre con el presidente Piñera como asesino, odio a la policía, y crecientemente el cántico “Chile despertó”, que más adelante tomará mucha relevancia.

Así se llega a la protesta del 25 de octubre, cerrando de esta manera siete días de manifestaciones. Se estima que solo en la capital se reunieron cerca de un millón de personas en la Plaza Baquedano, y otros tantos millones repartidos en los demás centros urbanos del país. Era la protesta más grande de la historia de Chile. Tras siete días de desmanes, el cántico “Chile despertó” al ritmo de las melodías de estadio se había convertido en el mensaje que más unidad comunicacional ocasionaba. Ese 25 de octubre se vio en cientos de carteles y en una bandera chilena gigante con el lema escrito en forma de hashtag.

Ojos sangrantes en cartel de protesta en Plaza Baquedano tomada en Noviembre de 2019

Fuente: R. Acevedo, comunicación personal, 06 de julio de 2022.

Informarse para horrorizarse

Solo durante la segunda semana de protestas, el concepto de “trauma ocular” comenzó a aparecer en las conversaciones de Plaza Baquedano, pese a que las lesiones en los ojos se habían registrado desde el mismo 18 de octubre. Un informe emitido por Amnistía Internacional contó que entre el 18 de octubre y el 30 de noviembre de 2019 se registraron 347 personas con trauma ocular por impactos de balines disparados por la policía en todo el país, de los cuales, 168 se produjeron solo en los primeros ocho días de protestas. El 48% de los traumas oculares ya se había producido en la primera semana de protestas, pero, de alguna manera, no eran tema de conversación aún. Y esto, pese a que una posterior revisión de prensa muestra que los casos sí se informaron, al menos en los principales diarios nacionales y locales. La información que circuló en el lugar de las protestas no solo tuvo un impacto cognitivo, sino también -y, sobre todo- emocional. Se dio lugar a lo que Jasper (2010) llama “emociones morales” (p. 89), es decir, un juicio evaluativo que muestra compasión por las víctimas y odio contra los victimarios.

En la segunda semana, la conversación en la Plaza Baquedano sumaba historias de manifestantes pidiendo ayuda médica mientras sus ojos sangraban. Me encontré con un antiguo amigo reportero gráfico que registraba las protestas en la zona sur poniente de la Plaza, que para ese momento se había consolidado como la más violenta. “¡Pacos culiaos, están tirando a los ojos, huevón!”, me comentó efusivo, ya que entre los reporteros gráficos se había instalado el miedo. Para ese momento, parecía otro rumor como el del centro de torturas, pero el fotoperiodista citaba sus historias y las de sus colegas con personas con los ojos sangrantes. Ellos eran sensibles al riesgo ya que no pueden usar protección ocular para tomar fotografías. En esos días, los traumas oculares estallan en la conversación en el sitio de protestas, pero el miedo estaba restringido a fotoperiodistas y las muy pocas y pocos manifestantes que usaban protección visual.

A fines de la tercera semana de protestas el miedo cundió en todos los manifestantes. El input que puede explicar este cambio es la declaración a la prensa del entonces vicepresidente del Colegio Médico, quien no entregó cifras nuevas, sino que las presentó mediante comparación. “Lamentablemente en Chile, en dos semanas, hemos tenido un mayor número de casos que en cualquier situación de agitación social que se ha presentado en el mundo. La única estadística mundial que se acerca un poco a lo que hemos visto en Chile, es la de Israel, donde hubo 154 pacientes con ojos lesionados, pero en seis años”, dijo el doctor Patricio Meza en un noticiario radial. Con esa comparación se dio cuenta de las dimensiones descomunales de lo que estaba ocurriendo y la actitud de los manifestantes cambió. Hubo miedo expresado en que, al sonar de un estruendo, personas se cubrían sus ojos, aunque fueran fuegos artificiales de manifestantes. También hubo odio desbocado contra la policía. Si antes cuando una persona pedía atención médica por una lesión los manifestantes abrían paso para que pasara la ayuda, ahora las personas tomaban al herido o herida en andas como denuncia del maltrato y se le acompañaba al grito de odio contra la policía. Miedo y odio ya eran parte de la escena.

Ya para la semana siguiente, las ferreterías ubicadas en calle Alameda, camino a Plaza Baquedano, vendían al público los lentes de protección ocular usados por trabajadores de la construcción, pero esta vez para resguardarse de la policía. En las salas de clases universitarias, los estudiantes comentaban las heridas de balines en sus extremidades e incluso estudiantes de Medicina dictaban charlas mostrando qué hacer cuando se era alcanzado por uno de estos disparos o cómo ayudar a alguien en esta situación. El viernes de esa semana se instalaban vendedores ambulantes ofreciendo “kits de protección” para esquivar balines e inhibir los efectos de las bombas lacrimógenas, que incluían limones, agua con bicarbonato de sodio y lentes de protección ocular por unos ocho dólares. El 19 de noviembre, la entonces presidenta del Colegio Médico, Izkia Siches, acude con lentes de seguridad a una sesión del Congreso en que se investigaba al ministro del Interior por las violaciones a los derechos humanos durante las protestas. Ella visibilizaba, performáticamente, un gesto político de denuncia que se amplificaba por estar sentada al lado del entonces ministro de Salud de Piñera, Jaime Mañalich.

Para sumar más informaciones relevantes sobre el tema, se publica un estudio científico que revela que la policía mentía. Hasta ese momento, nadie cuestionaba que los traumas oculares eran producidos por el impacto de balines “de goma”, pero el 16 de noviembre el departamento de Ingeniería Mecánica de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile informó los resultados de una investigación sobre la composición de estos: “El material de los proyectiles se compone solo de 20% de caucho (goma) y el resto son minerales o metales de alta dureza”, indicaba el informe, agregando que esto los hacía más dañinos para el cuerpo. Si las declaraciones del Colegio Médico añadieron odio y resentimiento hacia la policía, ahora se sumaba la desconfianza y miedo de estar frente a una institución fraudulenta. Ambas informaciones circulaban en la conversación entre los manifestantes, las que eran recibidas con incredulidad primero, horror después y resentimiento al final. Las informaciones de prensa que se reproducían en redes sociales y en conversación cara a cara, no solo tenían un efecto cognitivo, sino también afectivo al servir de alimento al odio a la policía.

Víctimas y artistas: conectando referencias culturales

La Central Unitaria de Trabajadores (CUT) llamó el 12 de noviembre a una huelga nacional y marchas en todo el país. Por primera vez una organización política tradicional insta a demostraciones en el marco de esta revuelta social. Hasta ese día, todas habían sido autoconvocadas por redes sociales al estilo de lo que Castells (2012) llama la “auto-comunicación de masas”. Esta vez sí aparecen carteles de mejor manufactura sostenidos por dirigentes que iban en la primera fila de cada piquete. La marcha comenzó en Plaza Baquedano a las once de la mañana y culminó unas dos o tres horas después, cerca del Palacio de La Moneda, frente a la sede de la multisindical. En ese lugar, la CUT montó un escenario desde donde hablarían los dirigentes, así como invitados que venían de otros países a apoyar “el despertar chileno”. El tamaño de la convocatoria fue obviamente materia de discusión entre los dirigentes y la policía, pero era innegable que superaba por mucho la asistencia habitual a una marcha de sindicatos. Cuando la columna pasó frente a La Moneda, un grupo se quedó allí, en silencio, desobedeciendo a los dirigentes que llamaban a continuar. La marcha fue interrumpida por unas personas que caminaban frente al palacio de gobierno, calladas, vestidas de negro, con parches cubriendo uno o ambos de sus ojos. Eran víctimas de traumas oculares que cortaron la marcha en dos y solo una porción menor acudió al escenario preparado por la CUT. La gran mayoría observó a las víctimas y volvió a Plaza Baquedano para cerrar el recorrido allá.

La mutilación ocular ya era materia de denuncia pública. Y esta sería solo una de varias intervenciones que se desplegaron en distintos escenarios de la capital chilena. Se sumaron artistas que caminaron con parches en los ojos por exclusivos centros comerciales de Santiago; más tarde se instalaron decenas de pelotas plásticas pintadas como globos oculares colgados de cables eléctricos en avenida Grecia -una importante arteria santiaguina-, y en el emblemático Puente del Arzobispo, cercano a Plaza Baquedano, cientos de ojos fueron pintados en su estructura. Estas acciones artísticas repartidas en la ciudad dialogaban con los propios reclamos planteados por las víctimas, quienes junto a los artistas apelaban a la significación de los ojos y el acto de abrirlos para sustentar la gravedad de su denuncia. Había, entonces, menciones a refranes populares como “cría cuervos y te sacarán los ojos” o “vivir en Chile cuesta un ojo de la cara”, para hacer ver que la policía había violado un preciado lugar del cuerpo. Otros reclamos se preguntaban “¿cuánto habremos visto que el Estado nos quiere cegar?”, aludiendo a la idea de los ojos abiertos como acto de toma de conciencia de las injusticias y paso imprescindible para empoderarse frente a ellas. Así surgen referencias a expresiones profundamente enraizadas en la cultura popular chilena, como la canción “Gracias a la vida”, de Violeta Parra donde la cantora agradece por sus “dos luceros que cuando los abro, perfecto distingo lo negro del blanco”, o “La Voz de los Ochenta”, donde el grupo chileno Los Prisioneros lista acciones de empoderamiento que incluyen “abre los ojos, ponte de pie”. Mediante estas alusiones víctimas y artistas denunciaban que el Estado los estaba castigando en sus ojos justamente porque “Chile despertó”, como rezaba el lema de la masiva protesta del 25 de octubre.

En los carteles de reclamo de las víctimas y en las intervenciones artísticas aparecen por primera vez los ojos sangrantes en distintas formas. En muchos casos con una apelación a estas referencias de cultura popular. Víctimas y artistas habían efectivamente recurrido a la cultura como un set de recursos para construir símbolos políticos, como sugiere la literatura culturalista sobre movimientos sociales, pero además se sumaba la experiencia emocional de estar en el sitio de protesta procesando la información sobre los traumas oculares, transformándolos en compasión y odio. El ojo aparecía entonces como el lugar en que se había cometido una atrocidad horrorosa, pero que permanecía abierto como resistencia y toma de conciencia de las injusticias sociales. Desde el caos comunicativo inicial, la protesta había logrado producir un nuevo símbolo sobre su propia experiencia de represión y sus propias ganas de resistir. Allí estaban desde las estadísticas y gráficos que contaban las víctimas, hasta la respuesta fisiológica innata de cubrirse los ojos ante un estruendo y las referencias culturales aludidas para reclamar. Todo condensado en un ojo.

Un año después, el 18 de octubre de 2020, una multitud se reunió nuevamente en Plaza Baquedano a conmemorar el inicio de las protestas. Esta vez, al centro de la celebración, los manifestantes montaron un ojo gigante, que en su pupila mostraba al wüṉyelfe, ícono de la cultura mapuche que refiere al lucero del amanecer, y unas gotas de sangre cayendo de él. Desde el caos de hacía un año, la protesta había producido su propio símbolo

Conclusión: tres razones para la resonancia de un símbolo político

Los datos presentados muestran cómo se fueron construyendo los sentidos que luego se materializaron en el símbolo de los ojos sangrantes. Primero, los manifestantes construyeron el significado y, luego, artistas y víctimas aportaron el significante. Para comprender su potencial político, se puede recurrir a la noción de resonancia, desarrollada por Snow, Benford y otros (Snow et al., 1986; Snow & Benford, 1988) dentro de la tradición “culturalista”. Para los autores, los movimientos sociales deben producir una “alineación de encuadre” entre sus adherentes de manera que sintonicen en sus interpretaciones de la realidad. La resonancia, es decir, el éxito de ese encuadre depende de tres elementos: “credibilidad empírica”, o sea, que se ajuste a los eventos del mundo real; “conmensurabilidad experiencial”, que emerge de la verificación de que el problema me afecta; y “fidelidad narrativa”, expresada en si el encuadre resuena con narraciones, mitos o historias populares que son parte del bagaje cultural (Snow & Benford, 1988, p. 208).

La “credibilidad empírica” se refiere en último término a la veracidad del encuadre propuesto. Las informaciones de prensa estaban disponibles desde los primeros días de la protesta, pero solo la segunda semana comenzaron a incorporarse a la conversación. Recién ahí tomó fuerza la idea de que lo que estaba ocurriendo era un abuso fuera de todo límite y no solo casos aislados de mal proceder policial. Si bien el encuadre ganó credibilidad empírica verificable, no era una situación que les ocurriera a todos, por lo que su “conmensurabilidad experiencial” no consistió en recibir disparos, sino en la experiencia del horror, miedo, compasión y odio. La información transmitida por la prensa dio la “credibilidad empírica” cognitiva, mientras que la “conmensurabilidad experiencial” pasó por las sensaciones físicas vividas al estar frente a la policía en el sitio de protesta.

La “fidelidad narrativa” corresponde a la sintonía entre la interpretación realizada por los movimientos sociales y la cultura en que estos ocurren. Aquí el aporte fue de las víctimas en la manera de presentar su reclamo, así como de artistas anónimos que realizaron intervenciones de denuncia. A juzgar por lo observado en Plaza Baquedano, fue la policía la que transgredió el sentido preciado y sagrado de los ojos en la cultura popular, mientras que las víctimas y los artistas reprodujeron la idea del ojo como lugar de toma de conciencia. Quienes traspasan los límites de comportamiento debido, son las fuerzas de orden, y quienes intentan enrielarlos son los manifestantes mediante apelaciones con “fidelidad narrativa”. Contrario a lo que propone la literatura, la transgresión del sentido vino desde el sistema represivo y la reproducción la hicieron los manifestantes.

Este artículo ha buscado mostrar cómo el símbolo de los ojos sangrantes fue forjado en las calles durante las protestas de octubre y noviembre de 2019 en Santiago. La policía disparó a los ojos porque “Chile había despertado’’; así se podría resumir el argumento levantado por los manifestantes y condensado en el símbolo de los ojos sangrantes. El artículo ha tenido un énfasis descriptivo que, por un lado, permite profundizar detalles del caso observado, pero también puede limitar su aplicación a otros contextos. El símbolo específico forjado por las y los manifestantes puede ser el resultado de un proceso idiosincrásico que no se dé en otros sitios de protesta, y allí se reconoce una limitación de este trabajo. Manteniendo esa reserva, este artículo sí puede representar una contribución al estudio de la comunicación política, puesto que ha observado el momento inicial de la producción simbólica de los movimientos sociales, el que no ha sido indagado por este campo. Igualmente, incorporar literatura de la “perspectiva culturalista” enriquece el tipo de preguntas que se pueden formular para abordar los estallidos sociales que se han presentado no solo en Chile. Finalmente, este artículo muestra el aporte que puede realizar la observación etnográfica a la investigación en comunicación política, permitiendo entender cómo actores políticos generan la solidaridad, afectividad y simbolismo necesarios para participar en la disputa por el poder.

Notas al pie:
  • 1

    Mario Álvarez Fuentes, Universidad de la Frontera. Docente del Doctorado en Comunicación que dictan en conjunto la Universidad de La Frontera y la Universidad Austral de Chile. Es investigador del Núcleo Científico Tecnológico en Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de La Frontera, Chile. Posee un doctorado en Estudios en Comunicación en la Universidad de Leeds, Inglaterra y sus intereses de investigación están en el campo de la comunicación política y más específicamente en cómo esta se relaciona con la cultura popular.

  • Cómo citar: Álvarez Fuentes, M. (2022). Los ojos sangrantes de Chile: Cómo las protestas callejeras forjaron un resonante símbolo de comunicación política. Comunicación y Sociedad, e8361. https://doi.org/10.32870/cys.v2023.8361

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Historial:
  • » Recibido: 13/01/2022
  • » Aceptado: 13/05/2022
  • » : 14/03/2023» : 2023Jan-Dec